viernes, 2 de marzo de 2012

LA BUSQUEDA

LA BÚSQUEDA
Invierno de 1982. Sara vivía con su hermano Francisco, en el barrio La Blanqueada. Era una casa llena de niños —sus sobrinos—, agitada, bulliciosa y alegre. Se daba cuenta de que aún no estaba preparada para vivir sola y se sentía muy bien compartiendo las vicisitudes de esa familia numerosa. Su búsqueda, sin embargo, no había avanzado un centímetro, por lo que decidió viajar a Buenos Aires para tomar contacto con las Abuelas de Plaza de Mayo y también para aportar su testimonio al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), a cuyo frente se encontraba Octavio Carsen, un prestigioso abogado y luchador por los derechos humanos que en esos meses había comenzado a recopilar denuncias contra los dictadores argentinos para presentarlas a la justicia penal. Sabía que los militares podían enviarla nuevamente a prisión por salir del país sin autorización, pero también que si los advertía jamás se lo permitirían. Y resolvió correr el riesgo.
Viajó en ómnibus hasta Colonia y desde allí seguiría en alíscafo. Disimulada entre el resto de los pasajeros hizo la fila frente a los funcionarios de Migraciones. Estos tenían una larguísima lista de nombres de requeridos en la que chequeaban el de cada uno de los viajeros. Cuando le tocó el turno a Sara, el hombre tomó el documento con la mano izquierda mientras recorría la lista negra con el índice de la derecha. El dedo se detuvo un par de segundos, crispado, en algún lugar de aquella sopa de letras.
— Un momento, señora —dijo el funcionario.
Se levantó y fue hasta una oficina contigua. Volvió acompañado por un marino que la condujo a una habitación de la terminal y le ordenó que
esperara allí.
Dio todo por perdido. Con lágrimas en los ojos vio cómo se alejaba el alíscafo que pensaba abordar y se dijo que volvería a Punta de Rieles. Luego de un tiempo que a Sara le pareció interminable, el marinero regresó con sus documentos y se los devolvió excusándose.
—Disculpe, señora. Lo que pasa es que tenemos en la lista su requerimiento de 1973, pero desde Montevideo nos dijeron que ya no es válido. Puede abordar el próximo alíscafo.
Pero, ¿cómo? —se preguntaba ella—. No habrán consultado donde se debe. Le agradeció maquinalmente al militar, guardó los documentos en su cartera y salió al muelle. No sintió las ráfagas de viento helado que barrían la costa; apoyada en una baranda clavó los ojos en el horizonte oteando el arribo de la siguiente nave. Estaba segura de que en cualquier momento sería corregido el error, de que un mensaje urgente desde Montevideo alertaría a los guardias fronterizos de la interdicción de abandonar el país que pesaba sobre ella. Imaginaba el alboroto de una sirena cortando el aire frío, y se veía rodeada por decenas de soldados armados a guerra. Recién comenzó a relajarse cuando ella y el alíscafo ya estaban en la mitad del río y la costa uruguaya había sido tragada por las nubes grises.
El taxi la alejaba del puerto internándose en el Centro de Buenos Aires. Sara sintió que se cerraba un círculo y se abría otro, largamente postergado. Se acababa el tiempo de la impotencia y comenzaba el de la acción. Sabía que volvería a la casa donde la habían secuestrado, donde había vivido 20 días —los únicos—junto a Simón, que ahora tenía seis años. En algún lugar de esa ciudad, se decía, estaban las pistas que la conducirían hasta él. Y las tenía que encontrar.
Tomó contacto primero con el CELS. Allí, sentada junto a un escritorio, por primera vez comenzó a relatar su historia con detalles, tratando de recordar absolutamente todo. Se dio cuenta de que para no trasmitir angustia a sus seres queridos, quizá por no querer ella misma revivía aquellos días, jamás lo había contado íntegramente. Y también sintió lo poco que había hablado hasta entonces de Simón, simplemente porque no lograba hacerlo, porque el llanto la ahogaba y no conseguía articular las palabras. ‘Fue una declaración trabajosa, no sólo por las propias vivencias que debía esforzarse en refrescar, también porque la inexperiencia de quienes recibían el testimonio la hizo aun más dolorosa: Sara tuvo que iniciar su relato cuatro veces, porque en las tres primeras alguna insólita razón había impedido que su voz quedara registiada en el grabador. Fue una situación doblemente penosa: repetir cuatro veces cómo le habían robado a su hijo ya resultaba duro, pero además Sara comprobaba que, como en Montevideo, la investigación sobre las violaciones a los derechos humanos de la cual el trabajo por localizar a los desaparecidos era un capítulo, se efectuaba en condiciones muy precarias, con gente llena de entusiasmo, pero poco preparada para una labor que, es cierto, era inédita para todos. Menos preparados podían estar aun para soportar la carga emocional acumulada en pocas semanas de escuchar testimonios atroces.
Desde hacía varios años el mudo paseo de las Abuelas de la Plaza de Mayo y el tozudo coraje con que desafiaron a la dictadura cuando ella era más poderosa se habían convertido en símbolos internacionales de la lucha contra las desapariciones forzadas y las violaciones a los derechos humanos. Las cabezas cubiertas con pañuelos blancos; las pancartas preguntando: “Dónde están?’, se constituyeron en ejemplo de dignidad indoblegable. Pero esa lucha también se desarrollaba con escasísimos recursos y una organización apenas incipiente.
El trabajo era voluntario y en la oficina que ocupaban las Abuelas se acumulaban, lo más ordenadamente posible, datos, informaciones, denuncias, sospechas, pistas y hasta simples rumores concernientes a niños desaparecidos que eran consignados velozmente en un papel. En 1982, cuando Sara acudió allí por primera vez, toda la información que recibían las Abuelas estaba guardada en cuatro grandes biblioratos. Esa información tenía las características más diversas que se pudieran imaginar, y casi siempre era anónima. En general se refería a niños que vivían con familias de militares o de personas que habían estado vinculadas a las fuerzas represivas y que, por diversas razones, se sospechaba que podían ser hijos de desaparecidos.
Esos datos eran clasificados según categorías muy amplias: por sexo, edad, etcétera. Algunas informaciones, por ejemplo, se referían al mismo niño, pero a veces contenían elementos contradictorios en pequeñas como en grandes cosas tales como la edad, los nombres completos, el arma en que revistaba el militar e inclusive hasta en el sexo del niño. Sara quería tomar algún caso concreto para empezar a investigarlo, pero ¿cómo haría para elegir entre aquella cantidad, tan parecidos unos a otros? Confirmó lo que ya había sospechado: era buscar una aguja en un pajar, pero además sin saber cómo hacerlo.
No había entonces ningún equipo especializado en investigación, y eran los propios familiares quienes acudían espontáneamente para tratar de encontrar algún dato que coincidiera con “su” caso. Cuando lo encontraban, ellos mismos iniciaban la pesquisa, pero resultaba casi imposible decidirse a seleccionar uno sobre la base de criterios absolutamente objetivos. El sistema era simple: si un familiar tomaba un caso generaba una carpeta con todas las informaciones de los biblioratos referidas al niño en cuestión, a la que se iban integrando los elementos que espontáneamente aportaban otros familiares, ex presos y colaboradores, así como los que surgían de las nuevas investigaciones. Muchas veces alguien acercaba información sobre un niño al que ninguno de los familiares vinculados a Abuelas lograba identificar como propio. De todas formas, se integraba a los biblioratos a la espera de que en algún momento esos datos huérfanos pudieran encontrar un nombre, una cara, una familia.
Sara nunca supo quién lo había hecho, pero encontró un papel con unas pocas líneas sobre Simón. Habló con Chicha Mariani, una “tana” amplia y expansiva, por entonces el alma y la vida de las Abuelas. Entre otras cosas Sara mencionó que cuando fue secuestrado Simón era pelirrojo. Chicha saltó en la silla.
—Vamos; vamos ya mismo para casa —dijo sin más explicaciones y salió como un ventarrón.
En el camino le contó a Sara que hacía algunos años, cuando Abuelas era un grupito casi clandestino, alguien le había pasado un dato sobre un pelirrojo. Como las condiciones de seguridad eran entonces muy precarias, la información no se ponía en carpetas que cualquiera pudiese consutar, sino que la escondían donde podían. Ella había pensado en un sistema que le parecía “segurísimo”: anotaba prolijamente la información en un papelito, lo guardaba en una latita y enterraba el tesoro en el fondo de su casa. Durante mucho tiempo mantuvo fresco en su cabeza un mapa “exactísimo” del subsuelo de su fondo: el morochito de tres años y medio junto al rosal; los hermanitos a la izquierda del níspero y el bebé que nació en cautiverio a la derecha; etcétera. Pero después las latitas empezaron a ser tantas que se le fueron confundiendo, y ahora ya no recordaba dónde estaba cada una.
Aquella tarde las dos mujeres cavaron ansiosamente varios hoyos en el fondo, y a cada latita que encontraban Chicha le decía:
—Ahhh, acá estás; yo sabía que estabas acá...Pero al caer la noche estaban extenuadas, Chicha ya no recordaba ningún otro escondite y el pequeño trozo de papel con el precioso dato no había aparecido. No apareció nunca.
Regresó a Montevideo con las manos vacías, sin ninguna pista concreta por donde continuar investigando y convencida de que debía prepararse, fortalecerse para enfrentar una larga lucha. Buscó apoyo psicológico; quería poder contarlo todo, una y mil veces si fuese necesario, sin que el llanto se lo impidiera. Y algún tiempo después lo lograría.
Antes de que terminara el año conoció a Raúl Olivera, un exdirigente sindical ferroviario que había estado preso. Fue una relación intensa, pero breve. Sara sentía que afectivamente no podía encarar nada a fondo mientras no definiera su situación con Mauricio que, desde 1976, había entrado en un paréntesis obligatorio.
1984. Había pasado un año desde que Sara estuviera en Buenos Aires. Un año en el que se dedicó a tomar fuerzas, a racionalizar lo que había vivido desde 1976, a intentar ordenar los datos en su cabeza y los sentimientos en su corazón. Mantuvo una intensa correspondencia con Mauricio, quien había sufrido un tercer infarto y debió someterse a una delicada operación cardíaca. Por esas cartas comenzó a sentir que lo único que todavía la unía a él era una gran ternura y el hijo que ambos habían perdido y que ahora podían buscar juntos. La intervención quirúrgica fue exitosa, pero por las dudas, Mauricio había pedido que se le practicara un examen genético que pudiera ser utilizado en una eventual investigación de paternidad.
Permaneció en contacto con las Abuelas y sabía que aún no había novedades de Simón. Pero la situación política en la región había cambiado mucho. En Argentina, desacreditados desde el catastrófico final de la guerra de las Malvinas los militares habían cedido el poder y convocado a elecciones que ganaron los radicales, haciendo del juicio a los violadores de los derechos humanos su principal bandera de la campaña electoral e infligiendo una derrota histórica al peronismo. En Uruguay los militares se batían en retirada, aunque no tan desmañados como los argentinos. Durante 1983 varios hechos presagiaban el fin de la dictadura, entre otros, el primer acto masivo bajo el gobierno militar, que tuvo lugar el 1° de mayo; entre los convocantes estaba el PIT, aún en la ilegalidad. El 27 de noviembre de ese año se había celebrado uno de los actos más multitudinarios de la historia política uruguaya. Fue en el Obelisco, convocado por todos los partidos políticos y las organizaciones sociales como un pronunciamiento expreso a favor de la democracia. Pasaría a la posteridad como “El río de libertad”.
Los militares uruguayos aún conservaban un amplio poder de negociación, pero ya se hablaba de elecciones en noviembre. Varios sindicatos habían recompuesto sus estructuras públicamente y los partidos, aunque con proscritos, se preparaban para la transición.

Fue en ese marco de «semidemocracia» en el que se produjo el arresto y homicidio del médico cirujano de 35 años Vladimir Roslik en Río Negro. Roslik fue detenido en su casa de San Javier en la madrugada del 15 de abril. Apenas 24 horas después su esposa recibió una comunicación de la Policía pidiéndole que pasara a buscar por la comisaría el cadáver de su marido pues había fallecido de un paro cardiorespiratorio. La muerte de Roslik provocó una gran conmoción nacional e internacional y se probó fehacientemente que falleció a consecuencia de las torturas que le habían infligido. Las protestas y presiones obligaron a los militares a iniciar una investigación judicial que culminó con el procesamiento del coronel Mario Olivera por homicidio «ultraintencional» y del mayor Sergio Caubarrere por irregularidades en el servicio. Ambos revistaban en el Regimiento de Caballería con asiento en Fray Bentos. Este asesinato provocó un serio menoscabo en el poder de influencia de los sectores más duros de las Fuerzas Armadas.

Todos los que integraron el grupo de los “repatriados” ya habían cumplido su sentencia y estaban en libertad. La mayoría había optado por el exilio. En Uruguay permanecían, además de Sara, Asilé Maceiro, Elba Rama, Ana Inés Quadros, Gastón Zina, Margarita Michelini y Raúl Altuna. Ana Inés, Sara y Gastón habían viajado a Buenos Aires pata dar su testimonio en el CELS. En abril, todo el grupo fue convocado por la justicia argentina para comparecer en un juicio patrocinado por el CELS sobre los hechos vinculados al “pozo de Orletti”, los secuestros, las torturas y desapariciones. Sara, Ana Inés Quadros y Gastón Zina tomaron la decisión en conjunto: viajarían a Buenos Aires sin cumplir con el requisito de solicitar permiso a los militares según lo establecía el régimen de libertad vigilada. En aquellos momentos no era una decisión fácil de tomar; podía tener consecuencias graves. Pero ninguno dudó; lo harían pasara lo que pasara e intentarían cubrirse con la citación que les había llegado por medio de Interpol. Sabían que era un simple “verso”, pero les resultó suficiente garantía. Cuando llegaron al aeropuerto porteño los estaban esperando numerosos periodistas y personas vinculadas a las organizaciones de defensa de los derechos humanos. La noticia fue conocida casi de inmediato por los militares uruguayos, y pocas horas después los domicilios de todos los que habían viajado eran “visitados” por grupos operativos del ejército. Las familias respectivas vivieron momentos de extrema tensión, sobre todo la de Ana Quadros, contra quien los militares dirigieron amenazas concretas. Enrique Rodríguez Larreta (padre), ya estaba en Buenos Aires y también presentó su testimonio.
Una de las instancias del juicio en las que participaron fue el reconocimiento de Orletti, el local donde habían pasado los últimos días de julio de 1976. Quizá como el resto de los exsecuestrados, Sara no pudo evitar revivir el dolor, el horror. La asaltaron los recuerdos de aquellos momentos terribles, de tantos hombres y mujeres que antes y después de su pasaje por allí fueron asesinados entre esos muros.
El local había sido recientemente evacuado. Como 40 años antes en los campos de concentración nazis, la comitiva que ingresó al lugar fue encontrando las huellas de la matanza: centenares de prendas de vestir, zapatos, mantas, muebles; un verdadero museo del terrorismo de Estado. Pero faltaban dos hallazgos aun más tétricos: debajo de la escalera precaria que conducía al primer piso había un frasco repleto de alianzas matrimoniales, seguramente olvidado por los asesinos; y cuando bajaron al sótano nadie pudo evitar la rabia y el asco: una de las paredes había servido como paredón y exhibía las marcas de las balas y la sangre de los fusilados como un mudo testimonio de la barbarie.
La prensa argentina seguía muy de cerca todas las noticias vinculadas a las actuaciones judiciales sobre las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante la dictadura. La visita a la automotora había sido anunciada y en la puerta de Orletti se apiñaban periodistas, camarógrafos y fotógrafos. El inusitado revuelo alertó al barrio y muchos vecinos se acercaron al lugar. Cuando los testigos salieron de Orletti fueron abordados por los periodistas; al escuchar los relatos que cada uno de los sobrevivientes iba aportando, varios vecinos se animaron a contar lo que habían visto: los vehículos sin matrícula, los movimientos extraños a cualquier hora del día, la radio siempre encendida a todo volumen... Pero también había otro tipo de gente, hombres y mujeres mayores que intentaban llevar aparte a los sobrevivientes del “pozo”. Eran padres y madres de desaparecidos; les mostraban fotos de sus hijos, decían sus nombres y les preguntaban silos habían visto allí, secuestrados. No tenían otra manera de obtener información.
Sara no se fue sin confirmar que detrás había una escuela, y que enfrente pasaba el tren.
Además de declarar ante la justicia los “repatriados” presentaron sus testimonios en varias organizaciones de derechos humanos. En esos días volvió a galvanizarlos aquel sentimiento de cuerpo, de colectivo, que tan útil les había sido para soportar las diferentes etapas de represión que se les había infligido: el secuestro, la tortura, los meses de desaparición y la prisión. El grupo de uruguayos recibió en Buenos Aires una inesperada ayuda, la dci abogado Jorge Baños, quien por entonces integraba el equipo de asesores legales del CELS. Durante ese período Baños desplegó una solidaridad incondicional con las víctimas de la dictadura, a menudo asumiendo compromisos que iban más allá de su papel de abogado. En el caso de los uruguayos, hasta alojó a varios de ellos durante semanas en su propia casa ya que carecían de dinero para pagar un hotel.
 
Baños murió en enero de 1989 al tomar parte en el asalto del Movimiento Todos por la Patria (MTP) a un cuartel del ejército argentino La Tablada—. Ese grupo del que Baños era dirigente había recibido información de que allí se preparaba un golpe de Estado. El episodio dejó un saldo de 28 civiles muertos y hasta hoy permanece confuso el origen de la información confidencial que motivó la acción armada.

Colaborar con la tarea de “reconstruir la verdadera historia” de los años de la guerra sucia llevada adelante en Argentina por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), cuya investigación sería tomada por la Cámara Federal argentina para promover en 1985 un juicio público contra las juntas militares que gobernaron el país, implicaba exponerse a una profusa publicidad. Durante muchos meses los resultados de las investigaciones judiciales y las denuncias de las víctimas ocuparon los principales espacios y titulares de los medios argentinos (al contrario de lo que sucedió en Uruguay, donde los más tradicionales medios de comunicación no participaron en el restablecimiento de la verdad histórica). El caso de los “repatriados” no fue una excepción, y a pesar de los riesgos todos participaron activamente en las denuncias contra sus secuestradores aunque luego debían regresar a Uruguay, todavía bajo un régimen dictatorial.
Antes de volver a Montevideo Sara mantuvo una conversación con Chicha, quien la instó a que fuera a pasar una temporada a Buenos Aires. Habían llegado algunas pistas nuevas que podían referirse a Simón, pero el escaso apoyo que recibía la organización y los imprescindibles criterios de seguridad que debían mantener impedían que las investigaciones avanzaran como era deseable. Sara prometió volver en cuanto pudiera.
Como era previsible, apenas pusieron un pie en Montevideo todos fueron arrestados y conducidos a diferentes cuarteles. Los interrogaron agresivamente y pasaron momentos de enorme tensión que, si bien no fueron comparables a los que habían vivido en Orletti, tampoco resultaron banales. Con excepción de Ana Quadros, quien debió pasar una noche en el cuartel, los demás fueron liberados pocas horas después. La intimidación no dio resultado, y estimulados por lo que venían de vivir en Buenos Aires Ana Inés Quadros, Gastón Zina, Rodríguez Larreta y Sara presentaron ese mismo mes de abril una denuncia judicial por secuestro, torturas, desapariciones en Argentina y Uruguay ante el doctor Ricardo Rodríguez Saccone, entonces titular del juzgado penal de segundo turno. Fueron patrocinados legalmente por el infaltable Jorge Baños, Marcelo Parrilli —otro abogado del CELS— y el uruguayo Mario Jaso. Rodríguez Saccone no movió una sola falange del más pequeño de sus dedos para investigar las denuncias y archivó el expediente sin más trámite.
Los militares uruguayos veían cómo su poder absoluto se iba debilitando semana a semana. El 16 de junio el líder del Partido Nacional Wilson Ferreira Aldunate los desafió abiertamente regresando al país a pesar de estar requerido. Ferreira fue detenido junto a su hijo Juan Raúl apenas descendieron del barco que los traía desde Buenos Aires. A principios de julio se instaló una mesa de “prenegociación” entre militares y civiles que comenzó a discutir las condiciones en que se realizarían las elecciones de noviembre de 1985.
Sara dejó pasar algunos días después de su retomo de Argentina y solicitó la autorización militar para salir del país. Esperó dos meses sin recibir respuesta. A fines de julio hizo sus valijas y se fue de nuevo a Buenos Aires, sin permiso. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) le otorgó una subvención temporaria para que se dedicara a buscar a Simón y a los otros niños uruguayos desaparecidos en Argentina.
Era mucho trabajo para una sola persona, y afortunadamente consiguió la ayuda de cuatro voluntarios, todos sobrevivientes de los campos de concentración que el ejército argentino había montado en el sur del país, quienes se zambulleron junto con ella en los expedientes. Ahora tenía un equipo. Además del caso Simón el grupo trabajó intensamente en los de Amaral García y Mariana Zaifaroni, de los cuales había bastante más información. Los dos fueron rápidamente ubicados yambos estaban viviendo con personas que habían trabajado para los servicios de seguridad. Amaral sería recuperado un tiempo después por su verdadera familia, mientras que los secuestradores de Mariana, el matrimonio Furci, pudieron evadir la justicia hasta que en 1985 lograrían huir a Paraguay y no serían aprendidos sino en 1992, cuando de regreso a Buenos Aires fueron nuevamente localizados y procesados. Mariana, que en ese momento tenía 17 años, vivió primero con su “abuela adoptiva”. Desde hace algo más de un año se independizó, continúa sus estudios de derecho y se ha negado a desarrollar vínculos con su familia biológica.
Una de las primeras gestiones que Sara hizo en Buenos Aires fue visitar a una señora que había conversado con Chicha. Esta mujer decía conocer a un niño secuestrado y estar dispuesta a dar información sobre él. Algunos de los datos podían coincidir con Simón, así que Sara anotó la dirección y decidió hacerle una visita de sorpresa. Y la sorpresa fue enorme, mucho más grande de lo que Sara había imaginado.
La mujer abrió la puerta y quedó paralizada, sujetándose al pestillo con ambas manos, sin poder decidir qué hacer. Finalmente le franqueó la entrada. Era un departamento amplio, luminoso y muy bien decorado. La mujer le ofreció asiento y con una cortesía banal que parecía absurda para la situación le dio a elegir: ¿té o café?
Ambas estaban muy conmovidas, aunque por razones diferentes. Sara esperaba obtener una información que le permitiera encontrar a su hijo; la mujer confirmó lo que había adelantado a Chicha, pero ahora no estaba dispuesta a aportar más datos.
—Compréndame —le decía a Sara—, yo esperaba a una abuela, no a una madre. Una abuela se podría conformar con saber que su nieto está vivo, que es querido y con tener noticias de él de vez en cuando. Pero para una madre eso es imposible. Usted querrá recuperar a su hijo a cualquier precio. Y tiene razón. Le pido perdón, pero no la puedo ayudar.
La informante tenía un vínculo afectivo con la familia adoptiva, y se sentía incapaz de provocar el dolor de una separación a sus seres queridos. Su conciencia no le remordía hasta ese punto. Conversaron mucho rato. Sara le contó lo que había vivido, lo que estaba viviendo, y lloraron abrazadas, también por razones muy diferentes.
Quedó confundida durante varios meses después de esta experiencia. Estaba en el lugar donde habían sucedido los hechos y todos sus sentimientos afloraban sin barreras. También comenzaba a entender, en contacto con otros casos similares, lo que significaba realmente la desaparición de un niño. Sentía que era capaz de dar cualquier cosa por encontrar a su hijo, por saber dónde y con quién vivía, pero no estaba convencida de que debía recuperarlo porque eso era exponerlo a un pasado marcado por la violencia y la muerte, era integrarlo a una historia dolorosa y cruel. A veces sentía que su deber como madre era ahorrarle sufrimientos, abandonar todo egoísmo, todo instinto posesivo y darle a su hijo la oportunidad de tener una vida sin sobresaltos, sin angustias, sin crisis de identidad, aun cuando ello significara renunciar para siempre a su maternidad. Por momentos pensaba que esa era la verdadera forma de amar. Pero por otra parte se decía que la mentira era intolerable, que nada sólido y saludable se podía construir sobre el engaño y, sobre todo, que su hijo tenía derecho a conocer su verdadera identidad. Quienes se la negaban eran sus verdugos, y ella no cometería el mismo crimen.
Fueron meses muy difíciles, meses de lágrimas y sutiles temblores, de un equilibrio precario. Sara buscaba desesperadamente a su hijo y al mismo tiempo temía encontrarlo. Descubría que, aun recobrándolo, ese hijo al que había dado vida y al que tanto amaba probablemente tuviera una escala de valores muy diferente a la que ella le hubiese trasmitido. Y que también la situación la colocaba en el deber de revelarle una verdad desgarradora, trágica: quienes convivían con él estaban vinculados o eran los victimarios de sus verdaderos padres. Sólo algún tiempo después, cuando pudo conversar con psicólogos que ya habían intervenido en varios casos de niños rescatados, estuvo en condiciones de elaborar el precio emocional que ambos, ella y Simón, deberían pagar para encontrarse. Continuar la búsqueda implicaba asumir el daño inevitable. Otro costo que tema que adicionarse al debe de los secuestradores y sus cómplices.
Vivía en la casa de un amigo que le había cedido una habitación. Dedicaba el día entero a la investigación, y cuando regresaba, por las noches, se encerraba en su pieza. Quería estar sola. Escuchaba música. Descubrió entonces al compositor y cantante cubano Silvio Rodríguez, prohibido en Uruguay. Sus canciones le resultaron en aquellos meses una gran compañía. No lograba concentrarse lo suficiente como para leer, así que compró metros y metros de telas y comenzó a coser. Cosió a mano prácticamente todo un nuevo guardarropa. Y lloraba; lloraba mucho. Algunos meses después Mauricio llegaba a Buenos Aires.
El retomo a la democracia en Argentina abrió los caminos en los medios de comunicación para la denuncia de la devastadora guerra sucia practicada por los militares. Durante los primeros años de gobierno radical existió una voluntad oficial manifiesta por investigar las violaciones a los derechos humanos y llevar ante la justicia a los responsables de la masacre. Mucha gente fue perdiendo el miedo a decir lo que sabía, y otros fueron sensibilizados cuando conocieron la magnitud que alcanzó la represión. Ahora la información llovía en el local de las Abuelas, quienes de ser consideradas “viejas locas” o “comunistas”, pasaron a recibir afecto, apoyo y respeto de gran parte de la sociedad.
Para Sara el problema más grave seguía siendo cómo seleccionar las pistas que seguiría. Investigó varias, algunas con mayor intensidad pues parecían adecuarse más que otras a las condiciones de la desaparición de Simón. Llegaba mucho más información, pero en la mayor parte de los casos era muy escueta: apenas el nombre y la dirección de un niño que, según algunos indicios, podía provenir de un secuestro. Muchos de los que Sara eligió investigar fueron descartados rápidamente, como el de un niño llamado Alejandrito. Había sido ubicado en poder de Eduardo Alfredo Ruifo, un integrante de los comandos secuestradores que actuaron en la guerra sucia y que se encontraba prófugo con dos niños. Sara estudió el caso y se decidió a hablar con la directora de la escuela a la que el chico había asistido. Conversé con las maestras, quienes le informaron que Alejandro tenía la piel bien oscura y era definidamente morocho, lo que no coincidía con las características de Simón, que era pelirrojo y tenía la piel muy blanca.
En noviembre Mauricio llegó a Buenos Aires y se produjo, finalmente, el postergado encuentro. A veces ocho años son ocho vidas, y ésta fue una de esas veces. Sara fue a recibirlo al aeropuerto, pero no pudo reconocerlo entre los pasajeros que iban saliendo después de pasar el control aduanero de rutina. Cuando se aseguré de que ya no faltaba ninguno empezó a recorrer el lugar. Se lo topé a la vuelta de un corredor, más envejecido, más triste y más frágil de lo que había imaginado. La alegría del reencuentro fue muy grande, pero Sara comprobó que afectivamente algo se había quebrado. Ese sentimiento estaba sin duda vinculado a que Mauricio nunca hubiese asumido públicamente la paternidad de Simón, que en ninguna de las campañas que se hicieron en el exterior se haya presentado como el padre que reclama a su hijo desaparecido, aun cuando desplegó una intensa actividad desde el anonimato para difundir el caso. Sara conocía las razones personales que explicaban esa actitud, pero para ella no constituían una justificación valedera. (Mauricio, que para Sara estaba separado desde hacía varios años, en realidad, y aunque conflictivamente, había recompuesto en Buenos Aires la relación con su esposa con quien tenía dos hijos, Paula y Felipe. Se lo confesó cuando ella estaba embarazada, lo que provocó una crisis en la pareja que se resolvió cuando Mauricio formalizó la ruptura con su esposa. Hasta poco tiempo antes de regresar a Buenos Aires, sin embargo, Mauricio no tendría la fuerza anímica de reconocer públicamente aquella simultaneidad de vínculos.) Esa diferencia pesaría en forma determinante en sus futuras relaciones. Lo intentaron: durante un par de semanas Mauricio vivió en el departamento de Sara, pero restablecer la pareja era imposible. Ya en los primeros días de convivencia ella identificó una ambivalencia en sus sentimientos: aunque aún seguía sintiendo cariño por Mauricio, pesaba demasiado el resentimientoque le provocaba la actitud que él había asumido con respecto a la paternidad de Simón. Racionalmente lo entendía, pero no podía justificarlo emotivamente. Mauricio queda participar en la búsqueda, pero Sara estaba decidida a aceptarlo siempre y cuando asumiera plenamente su papel de padre de Simón. Iniciaron una terapia con psicólogos que trabajaban con las Abuelas de Plaza de Mayo, y allí constataron que no sólo estaban buscando a su hijo, también se buscaban ellos mismos. Pero esa búsqueda no partía de cero, sino que estaba cargada con un pasado que en parte les era común, y que en los últimos años había sido disímil para ambos. Como muchos exiliados, Mauricio estaba carcomido por el sentimiento de culpa de los sobrevivientes, por no haber estado en prisión y haber podido escapar al exterior. Aunque rápidamente quedó claro para ambos que no sería posible reconstruir su relación de pareja, lograron sin embargo compartir intensamente la búsqueda de Simón.

El 12 de noviembre el Secretariado Internacional de Juristas por la Amnistía en Uruguay (SIJA U) presentó ante la Cámara de Apelaciones en lo Criminal de Buenos Aires un recurso de hábeas corpus en favor de 117 uruguayos “desaparecidos en Argentina luego de ser detenidos por fuerzas represivas argentinas y uruguayas “. El 30 de noviembre la Cámara comunicó el rechazo de la denuncia, amparándose en los informes de los ministerios del Interior y Defensa que negaron que las personas mencionadas “estuviesen o hubiesen estado detenidas oficialmente El rechazo de la Cámara incluyó el caso de Mariana Zaffaroni, del que se habían proporcionado informaciones tan concretas como la identidad y el domicilio de sus raptores.

Desde hacía algunas semanas Sara venía investigando un caso en el que cada nuevo dato abonaba la hipótesis de que se trataba de su hijo. Era un niño que había sido supuestamente adoptado por un alto oficial de la marina argentina, miembro, además, de una de las familias más acaudaladas y patricias del país. Mauricio se integré de inmediato a la pesquisa.
Muchas cosas coincidían: era pelirrojo, tenía la misma edad de Simón y por las fechas que habían proporcionado los informantes el chico había aparecido en la familia poco después del secuestro. El matrimonio tenía otros hijos mayores, lo que reforzaba la-hipótesis de una adopción espontánea, y no planificada como suelen serlo las de parejas que no pueden concebir. Chequearon muchos detalles, analizaron varias fotografías (en una de ellas el niño aparecía vestido de marino y haciendo la venia) y vigilaron los movimientos de la casa durante semanas. Todo parecía encajar, hasta que un día el sueño se desmoronó. Uno de los datos esenciales que intentaban confirmar era la fecha exacta en la que el niño había aparecido en la familia. El informante, que estaba vinculado al matrimonio adoptivo, logró establecer sin ningún tipo de dudas el día en que el chico fue entregado a la pareja: había sido antes del secuestro de Simón.
Sara y Mauricio sufrieron una enorme decepción; estaban persuadidos de que lo habían encontrado y el golpe fue muy rudo. Pocos días después, sin embargo, habían comenzado a investigar otras pistas, pero ninguna los condujo a Simón. Cuando no hubo más pistas, ni datos, ni siquiera una pequeña corazonada, Sara regresó a Montevideo.
No tenía casa —su hermano y su cuñada, con quienes convivía antes de ir a Buenos Aires, estaban en proceso de separación y consideró inadecuado permanecer allí en esas circunstancias—, no tenía trabajo y regresaba sin nada concreto sobre el paradero de Simón. Pero el balance que hizo no fue completamente negativo: esos meses de intenso trabajo de investigación le habían ayudado a adquirir madurez, mesura y calma para enfrentar lo que sabía sería su futuro: seguir buscando a su hijo mientras tuviese fuerzas.
1985. En Uruguay encontró una situación política muy diferente a la que había dejado cuando viajó a Buenos Aires. El Partido Colorado había ganado las elecciones en noviembre de 1984 y se preparaba para asumir el gobierno. El país entero discutía una propuesta de amnistía general e irrestricta para presos políticos y exiliados. El Parlamento entró en funciones en febrero y aprobó la amnistía. Sara estuvo en la puerta de la Cárcel Central —adonde habían sido trasladadas las últimas prisioneras— para asistir a la salida de sus excompañeras en lo que fue una verdadera fiesta popular.

El proceso de liberación de los presos había comenzado el año anterior simultáneamente con las negociaciones entre los militares y los partidos políticos en procura de un acuerdo que concretara el regreso a la democracia. Entre el fin de 1984 y marzo de 1985 fueron liberados cerca de 700 presos políticos.

Los exiliados retomaban en cada vuelo desde todas partes del mundo. Fueron meses de reencuentros con amigas y amigos y de esperanza en la justicia que aportaría la democracia recuperada. Se abría en ese entonces una enorme expectativa sobre las posibilidades de que los crímenes cometidos por los militares fuesen investigados y sus responsables juzgados. Las organizaciones de derechos humanos coordinaban sus esfuerzos y acumulaban material para presentar las denuncias formales. Sara participaba activamente en esa tarea; era a menudo entrevistada por la prensa y se la invitaba a intervenir en numerosos actos públicos que reclamaban el restablecimiento de la justicia y la restitución con vida de los desaparecidos.
Ese año se inició en Argentina el juicio público promovido por el gobierno de Raúl Alfonsín, representado por el fiscal Julio César Strassera,  contra los tenientes generales Jorge Rafael Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri; los almirantes Emilio Massera, Armando Lambruschini y Jorge Anaya; y los brigadieres generales Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo, integrantes de las Juntas de Comandantes bajo cuyo gobierno se produjeron las violaciones a los derechos humanos. El proceso era televisado en directo, aunque sin audio, y durante varios meses se edité un diario del juicio donde se reproducían las síntesis de los principales testimonios del día anterior. Argentina se miraba en un espejo en el que se reconocía dolorosamente. En esta nueva instancia judicial volvieron a declarar Sara, Quadros y Zina, a quienes se agregaron Margarita Michelini, Raúl Altuna, Asilú Maceiro, Enrique Rodríguez Larreta (padre), Elba Rama y Washington “Perro” Pérez, quien en 1976 fuera utilizado como intermediario en las negociaciones por el rescate de Gerardo Gatti. Sara viajó en varias oportunidades a Buenos Aires para testificar en esos procesos que, en la mayoría de los casos, terminaron con sentencias de prisión para los acusados. En cada una de esas ocasiones tomaba contacto con las Abuelas, esperando que hubiese surgido algún nuevo dato que le permitiese retomar la investigación, pero sus esperanzas eran vanas.
Mientras tanto, en Montevideo también se promovieron varios juicios contra los militares. En abril los Familiares de Desaparecidos, asistidos por el Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay (lelsur) y el Servicio Paz y Justicia (Serpaj), presentaron una denuncia por las desapariciones de uruguayos en Argentina fundada en los testimonios de los “repatriados” y otras víctimas de la dictadura. En setiembre retornó a Uruguay el niño Amaral, hijo de Floreal García y Mirtha Hernández, quien había desaparecido en noviembre de 1974 cuando sus padres fueron secuestrados. Amaral fue recuperado gracias al trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo y la obstinada labor del entonces senador del Frente Amplio Germán Araújo, quien lo acompañé personalmente en el viaje de regreso.
Después de tantos años de inestabilidad, de inseguridad y de cambios casi permanentes, Sara necesitaba comenzar a sentar las bases de cierta “normalidad”. Por eso aceptó trabajar en una guardería (Despierta y canta) que mediante un convenio con la flamante Comisión por el Reencuentro de los Uruguayos recibía a los niños de los desexiliados además de los chicos de la zona, el barrio Sur. Ese trabajo le permitía un nuevo vínculo con su vocación de maestra y el contacto diario con los niños le aportaba alegría y dinamismo. Su vida afectiva, además, empezaba a dar un vuelco muy importante: se había reencontrado con Raúl, a quien conociera en 1982, y la relación iba creciendo a medida que pasaban los meses. Sin prisa, pero sin
pausa, comenzaban a pensar en vivir juntos.
1986. Entre los juicios promovidos durante el año anterior había uno iniciado por los Familiares de Detenidos Desaparecidos en el que se incluía, junto a otros casos, el de Sara y Simón. El juez que entendía en la causa, el doctor Dardo Preza, quedó hondamente impactado por éste y no dudó en otorgarle prioridad frente a las otras denuncias. A poco de investigar estableció las identidades completas de varios militares acusados en el caso, como Gavazzo, Jorge Silveira, Cordero y otros. Por otra parte, la justicia argentina continuaba con su propia investigación sobre los hechos de Orletti, y en abril solicitó formalmente la extradición de los tres militares mencionados. La cancillería uruguaya nunca contestó los exhortos argentinos y, en junio, Gavazzo, Silveira y Cordero fueron procesados “en ausencia” (los tres serían incluidos en el indulto decretado por el presidente argentino Carlos Saúl Menem en octubre de 1989).
El avance de los procesos judiciales comenzaba a conmover a toda la sociedad. Los jerarcas militares se inquietaban y celebraban reuniones privadas en las que discutían de qué forma debían presionar al sistema político para que se detuvieran las denuncias y los juicios. Frente a ello, las organizaciones populares respondían con “caceroleos”, manifestaciones y concentraciones en el ámbito parlamentario se había integrado una comisión investigadora sobre los casos de Michelini y Gutiérrez Ruiz, asesinados en Buenos Aires en 1976. Una testigo —enfermera, de 44 años— declaró ante esa comisión que el capitán Pedro Mattos —el mismo que participara en el operativo de la falsa invasión— le había confesado pocas semanas después de los asesinatos que él había sido el verdugo: “Michelini estaba al lado mío, y le pegué un tiro en el medio de la cara”, le habría dicho Mattos a la enfermera. Según su testimonio, el militar recibió un pago especial de 12 mil dólares por el “trabajo” y desde entonces padecía delirios de persecución: estaba persuadido de que lo querían envenenar y sólo se alimentaba con comida enlatada.
En los últimos meses del año el juez Preza citó a los militares identificados para interrogarlos sobre varios de los episodios denunciados y, particularmente, sobre su participación en el secuestro y la desaparición de Simón. Pero los militares no se presentaron. Fueron nuevamente citados, y esta vez con un plazo perentorio, expirado el cual el juez debía requerir su comparecencia por la fuerza si ello fuese necesario.
El entonces ministro de Defensa, teniente general (retirado) Hugo Medina, afirmó públicamente que las citaciones estaban guardadas en su caja fuerte y que ningún militar se presentaría a declarar ante un juez civil por esos hechos. El conflicto de poderes quedó instalado, y algunos sectores políticos vinculados al gobierno de Julio María Sanguinetti comenzaron a plantear que la crisis debía ser resuelta mediante la aprobación parlamentaria de una ley de amnistía para los militares. La decisión de la Suprema Corte de Justicia en una querella de competencias que había planteado la justicia militar agregó aun más tensión entre los sectores castrenses. Los militares habían exigido que las denuncias de violaciones a los derechos humanos acaecidas durante la dictadura fueran juzgadas por “su” justicia, reclamo desestimado por la Suprema Corte que habilitó todos los procesos iniciados por la vía penal. No se trataba sólo del caso de los “repatriados”; a esa altura eran casi 400 las denuncias que se embotellaban en los juzgados y en ellas se acusaba con nombre y apellido a cerca de 200 policías y militares.
En la noche del 22 de diciembre, pocas horas antes de que expirara el plazo legal para que los militares se presentaran al juzgado y con rumores de golpe de Estado como telón de fondo, el Parlamento aprobó por mayoría la ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, una verdadera amnistía para militares y policías que habían violado los derechos humanos durante el período dictatorial. Esta ley, obviamente, colocaba un obstáculo insalvable para que Sara pudiese obtener por medio de la justicia penal uruguaya elementos que la ayudaran a orientar sus pesquisas en Buenos Aires. Una vez más, el camino para llegar hasta Simón se desdibujaba.
Ese día el Palacio Legislativo había permanecido rodeado por miles de personas que respondieron a la convocatoria de las organizaciones de derechos humanos que se oponían a la ley. Sara y Raúl estaban allí. Caía la tarde y la espera se hacía cada hora más tensa. Sara se separó del grupo con el cual había llegado hasta allí y fue a conversar con integrantes del sindicato de maestros. De pronto alguien preguntó por ella en voz alta y quienes la conocían la señalaron. La persona se acercó y la abrazó, visiblemente emocionada. Le preguntó si ya había hablado con Germán Araújo, entonces senador del Frente Amplio y con una destacada labor en la denuncia de las violaciones a los derechos humanos. Sara preguntó por qué Araújo debería hablar con ella. La persona no contestó, pero antes de irse la volvió a abrazar diciéndole que pronto tendría novedades de su hijo. Estaba acostumbrada a que mucha gente se le acercara con gestos emotivos de solidaridad, pero en este caso había surgido un elemento concreto sobre Simón. Le contó a Raúl lo que había sucedido, y ambos quedaron perplejos e intrigados. Algunas horas más tarde, dentro del Palacio Legislativo, la ley de caducidad resultaba aprobada mientras afuera la demostración era reprimida por los grupos de choque de la Policía. Raúl resultó con un brazo fracturado.