domingo, 4 de marzo de 2012

PUNTA DE RIELES

PUNTA DE RIELES


Diciembre de ¡976. Había sido un seminario religioso, pero el gobierno policial de Jorge Pacheco Areco en proceso hacia la dictadura necesitaba
prisiones y ya lo había habilitado para esa función a principio de 1971. Los militares sólo tuvieron que ampliar y ordenar. En los suburbios de Montevideo La construcción de dos pisos donde estaban los celdarios albergaba a unas 200 presas políticas. y otro tanto estaba ubicado en las llamadas
“barracas” — edificaciones precarias, separadas de la planta principal y donde el régimen era algo más laxo —. Observado desde el exterior Punta de Rieles no parecía una prisión; era un edificio relativamente moderno, de líneas agradables y hasta coquetas, de ladrillo visto y tejas.
En el celdario las prisioneras estaban clasificadas en cuatro sectores rojo, amarillo, azul y negro. Cada una llevaba cosido en su uniforme —
pantalón gris, camisola del mismo tono abotonada hasta el cuello— un bolsillo con el color de su sector. El rojo era el de las “peligrosas”. En la parte
derecha del pecho y en la espalda estaba inscrito el número de cada presa. Nadie era un nombre, sólo un color y una cifra. Sara era el “349 rojo”.
El edificio principal tenía dos pisos en forma de V. En cada una de sus alas había dos hileras de celdas separadas por un corredor, en cuya parte central
estaban los baños, limpios pero insuficientes para la población carcelaria. En el vértice, donde se unían las dos alas, se hallaban las escaleras de acceso
protegidas por una gran reja. Detrás había una mesa donde se apostaba la guardia interna. A fines de 1976, cuando Sara llegó al Penal, los calabozos
estaban también en ese vértice. Luego fueron emplazados fuera del edificio. Las antiguas aulas habían sido convertidas en celdas de diversos tamaños donde convivían entre ocho y 14 mujeres. Dormían en cuchetas; las ventanas enrejadas sólo podían abrirse con autorización de la guardia; los vidrios estaban pintados de un blanco espeso que les impedía ver el exterior pero dejaba entrar la luz natural. Los pisos de parquet, de buena calidad, eran encerados con frecuencia por las propias prisioneras. La puerta de las celdas era una reja; las camas y unos lockers para guardar objetos personales eran todo el mobiliario. Las cuchetas eran el único espacio individual disponible para leer, escribir o cualquier otra actividad.
La planta física era de una calidad muy superior a la de otras prisiones. Los militares le llamaban con sorna “El internado de señoritas”. Y desde el punto de vista de las instalaciones no estaban muy lejos de la verdad. Pero en todo lo demás era una cárcel dura, cuyo sistema de funcionamiento interno y de relaciones entre carceleros y prisioneras era sofisticadamente destructivo, aunque eso no se percibiera a simple vista. Igual que en las cárceles masculinas, aquí las reglamentaciones cambiaban arbitrariamente: durante un período ingresaban libros o revistas, con excepción de cualquier publicación que aludiera a la realidad contemporánea externa; de pronto, sin razón aparente, se prohibían esos materiales durante meses. El sistema de represión contra los presos elaborado por la dictadura uruguaya reposaba fundamentalmente en un concepto: nada era realmente previsible, la lógica no existía. Se intentaba mantener al preso en la incertidumbre sobre el futuro inmediato, demostrándole que el poder estaba de un solo lado y que la única actitud posible era el sojuzgamiento total frente al enemigo. No disponían de aparatos de radio o cualquier otro medio de comunicación con el exterior. Podían hacer trabajos manuales pero tenían absolutamente prohibido representar palomas o caballos, usar ropas de color rojo y cantar en coro. Podían escribir y recibir una carta de dos carillas cada 15 días, cartas que, por supuesto, pasaban previamente por la censura de la prisión que se reservaba el derecho de retenerlas. Las misivas de las presas no podían contener ninguna alusión a la vida interna de la cárcel y las que escribían las familias ninguna información ajena a su propio ámbito. Las visitas eran cada 15 días en un recinto especialmente acondicionado. Cuando Sara llegó al Penal visitante y visitado estaban separados por un muro de más de un metro de alto y medio de ancho; desde el muro y hasta el techo, con unos 30 centímetros de separación, una doble malla de alambre grueso y rígido que permitía verse y escucharse, pero no tocarse. Una guardia femenina permanecía durante toda la visita junto a la prisionera. Poco después la malla de alambre fue sustituida por un grueso vidrio y para comunicarse había que usar un teléfono. Las conversaciones eran escuchadas por la guardia que las podía interrumpir en cualquier momento. Hablar de temas prohibidos acarreaba sanciones para la prisionera y suspensión de la visita para el familiar. Las detenidas con hijos menores de 12 años podían tener contacto físico con ellos; las otras tenían que conformarse con el teléfono y la caricia en el vidrio. Cuando bajó del vehículo militar, a escasos metros de la puerta de la cárcel de Punta de Rieles, Sara sintió que por fin terminaba una etapa durante la cual su vida había estado en peligro permanente. Era el fin de aquella relación de excesiva proximidad con el enemigo y el principio de otra en la que los campos estarían más claramente delimitados. Como muchos militantes, se había preparado mentalmente para enfrentar las consecuencias de su lucha; sabía desde hacía tiempo que podía tocarle la muerte, la tortura y la prisión, lo que no impidió que delante de la puerta de la cárcel sintiera temor por ese mundo nuevo, cerrado, que se abría allí, diez pasos más adelante. Mientras ingresaba a la prisión donde pasaría mas de cuatro años Sara recordó la voz de Duarte, gritando en Orletti: “A resistir, compañeros, que aquí nos graduamos de revolucionarios”. La llegada del grupo “repatriado” causó conmoción entre las detenidas en el Penal de Punta de Rieles. El hecho de que el propio Gavazzo, el personaje más conocido y temido en ese período, hubiese encabezado el cortejo levantó una enorme curiosidad. Era una situación completamente anómala. Todas las prisioneras llegaban a Punta de Rieles desde los cuarteles donde habían sido interrogadas y torturadas; venían con una custodia femenina y jamás acompañadas por los propios torturadores. Las que ingresaban traían noticias de las que aún permanecían o recién habían llegado a los cuarteles, de forma que existía una suerte de cadena de información mediante la cual se sabía quiénes podían arribar al Penal. Era muy extraño que ninguna de estas “nuevas” hubiese sido vista antes. La presencia de Gavazzo comandando ese traslado contenía, además, un mensaje muy claro: “Nadie escapa a mi persecución. Estos tampoco, y aquí los traigo personalmente a la cárcel”. ¿De qué se trata? ¿Qué caso es éste?, se preguntaban. La expectativa se incrementó y duró varios días, alimentada inconscientemente por las recién llegadas, quienes previamente habían decidido mantener la boca cerrada hasta estar seguras de saber exactamente dónde estaban paradas, y también por las prisioneras “locatarias”, quienes antes de establecer vínculos de confianza quisieron saber con quién estarían hablando. El hielo, sin embargo, no demoró en romperse. Sara intentaba encontrar nuevas bases para su equilibrio emocional, bases adaptadas a las circunstancias. Quería aprender, encontrar su forma de bancar la prisión. Le costaba mucho dormirse y tenía un sueño muy ligero. Llevaba pocos días en la cárcel cuando pasó una de las peores noches de su vida. Los calabozos, que todavía estaban en el mismo piso que las celdas, no sólo eran un lugar de castigo: antes de entrar o salir del Penal se hacía un pasaje obligatorio por ellos. Cada ida y vuelta a los juzgados militares o a los hospitales externos implicaba otras tantas calaboceadas que casi siempre duraban uno o dos días. Era como una suerte de cuarentena del rigor, donde las que volvían debían “limpiarse” de toda contaminación del mundo exterior y las que salían tenían tiempo de empezar a desear no volver a asomar la nariz. Esa noche ocupaba uno de los calabozos una presa que regresaba del Hospital Militar, donde había parido a un hijo engendrado en libertad. Allí estaban los dos, ella y el bebé, en el calabozo. Esa noche el niño lloró durante horas, y el llanto invadía el celdario, rebotaba en las paredes de ladrillo y se amplificaba en los techos de las celdas. Sara no podía dejar de pensar que ese llanto era el de su hijo, Simón, que desde algún lugar le hacía saber que la necesitaba.
Al día siguiente de cumplir una semana en Punta de Rieles Sara pidió una entrevista con el mayor Gavazzo. Cuando recibió su solicitud, el director de! Penal la hizo conducir a su despacho: quería conocer la razón de su reclamo. Ella no reveló el motivo y se limito a responder que se trataba de un acuerdo personal entre ambos. Esa y ninguna de las posteriores solicitudes que hiciera para entrevistarse con Gavazzo tuvieron respuesta. El mayor nunca mas dio la cara. Sara y el resto de las presas de su grupo fueron rápidamente integradas a la vida colectiva que, en Punta de Rieles, era muy rica. También se sumaron a las diversas tareas que debían efectuar las prisioneras. El día empezaba a las seis de la mañana. La primera obligación era formar fila ante las guardias, numerarse y asistir al izamiento del pabellón nacional. Luego cada una se ocupaba en el trabajo que le tocara. Fundamentalmente eran la cocina, la fajina o la quinta.
El trabajo en la cocina era el más agotador — se producía para la población carcelaria, pero también para la tropa — y peligroso, ya que se manipulaban objetos muy pesados cerca de enormes hornallas; requería comenzar muy temprano, inmediatamente después del desayuno de leche y pan que era traído por la tropa hasta el celdario en grandes tachos. Las prisioneras, al igual que para el almuerzo y la cena, armaban largas mesas de tablones sobre caballetes en el corredor del celdario que eran desmontadas al fin de la refacción. En la cocina había que pelar bolsas y bolsas de papas y boniatos para llenar unas ollas tan grandes que Sara entraba de pie en ellas y apenas se le veía el copete. Esos tubérculos, carne, pastas y guisados con pirón eran la base de la alimentación que recibían. Raramente aparecían verduras. Otra parte del trabajo en la cocina era el aseo de los utensilios que se efectuaba en un patio exterior, y la limpieza de la carnicería donde los soldados trozaban las medias reses. Después del almuerzo había un breve y muy necesario descanso. A las tres de la tarde el equipo regresaba a la cocina para preparar la cena y recomenzaba el mismo ciclo que a mediodía. Era la tarea más dura: nadie la hacía más de 15 días corridos, y la permanencia de alguna prisionera en esa labor por un plazo más largo era una forma de castigo o persecución que utilizaba la institución. En algunos sectores las detenidas podían administrar ellas mismas quiénes realizaban las tareas externas, y en esos casos se practicaba una rotación permanente teniendo en cuenta las situaciones personales, físicas o anímicas.
En la fajina había que atender varias cosas: limpieza de los corredores, de los baños, de los utensilios que se usaban para comer; las fajineras ponían la mesa, preparaban y distribuían la merienda y se ocupaban de mantener agua caliente constantemente a disposición para las sempiternas rondas de mate.
El trabajo en la quinta consistía casi siempre en dar vuelta tierra. Pocas veces el terreno labrado era posteriormente sembrado, por lo que a menudo se daba vuelta la misma tierra dos, tres, infinitas veces sin objetivo aparente. Cuando se llegó a sembrar y cuidar algunos canteros, los frutos no se consumieron en el Penal, sino que fueron llevados por algunos oficiales con destino desconocido. Mucho antes de que llegara el grupo de “repatriadas” las presas habían discutido las características alienantes de hacer un trabajo inútil, y habían decidido obedecer pero a desgano. Por otra parte, esa opción era coherente con la actitud general de resistencia pasiva frente al sistema carcelario y al enemigo siempre que se podía se hacía lo que estaba prohibido; todo lo que no fuera trabajo que de alguna forma beneficiara a la población reclusa era terreno de lucha. Sara salió a la quinta cada vez que tuvo oportunidad. Cualquier ocasión de abandonar aquellas paredes —aunque fuese transitoriamente—, de respirar aire libre, le parecía buena. El contacto con la tierra le resultaba enormemente satisfactorio, y le costaba mucho contener el deseo de prodigarse a fondo con la azada, pero debía hacerlo. Obtuvo momentos de indescriptible placer observando nacer y crecer una insignificante hierba, espiando los aparentemente caprichosos traslados de un bichito. Mucho tiempo después de salir de la prisión, Sara y otras ex presas harían una revisión crítica de la actitud que asumieron en aquel momento, fruto quizás de un cierto esquematismo que les impidió comprender que esa tarea podía haber sido efectuada de forma tal que procurara satisfacción para las prisioneras, independientemente de los objetivos de sus carceleros. En prisión, cualquier gratificación resulta vital para el equilibrio individual. Quizás en aquel contexto el trabajo a desgano se justificaba, aunque seguramente hizo falta imaginación para buscar otras formas de resistencia que implicaran menores costos para las detenidas.
La participación en estas labores obligatorias era administrada en general por los militares. Eran ellos quienes decidían quién hacía qué y cuándo. El único que podía eximir del trabajo total o parcialmente era el médico del Penal, si encontraba razones de salud que lo justificaran.
La tensión entre prisioneras y guardianes era constante, y una de las formas más eficaces de enfrentarla era desarrollar una solidaridad sin cortapisas entre compañeras. Sara iría conociendo los pequeños gestos aparentemente intrascendentes que conformaban el lenguaje del afecto, del compañerismo; un lenguaje que quedaba fuera del alcance de los carceleros y de su represión. Era una preocupación constante y unánime, por ejemplo, lograr comunicación con las castigadas. Mientras los calabozos estuvieron en la misma planta que los celdarios los mensajes —evidentes o cifrados— eran permanentes. A veces se hablaba en voz exageradamente alta para que las conversaciones llegaran hasta las sancionadas, una forma de hacerlas participar en la vida cotidiana y romper el aislamiento. Otras veces, aunque estaba absolutamente prohibido, se silbaban las canciones preferidas de las prisioneras castigadas, hasta que llegaba la orden de callarse. Las fajineras intentaban acercarse lo más posible a los calabozos esperando la oportunidad propicia de dar o recibir mensajes” o simplemente de intercambiar saludos e infundir coraje.
Pero a poco de ingresar Sara en Punta de Rieles los militares levantaron una edificación especial para los calabozos junto a la planta principal de la cárcel. Fue cuando se traslado a la mayor parte de las presas que estaban diseminadas en los cuarteles del Interior. Ellas fueron quienes inauguraron las instalaciones, durante el consabido rito de las calaboceadas sistemáticas a quienes salían o ingresaban al Penal. Venían de vivir en condiciones mucho más duras, y estos calabozos con baño y duchas les resultaron muy soportables.
Era una construcción de unos 200 metros cuadrados, con techo de tejas, a dos aguas, paredes blancas; lo único que lo diferenciaba exteriormente de un clásico chalé era la ausencia de ventanas, sustituidas por banderolas altas, casi pegadas al techo. Los guardias le llamaban “La casita de muñecas”. En el interior había calabozos cuyas puertas no se enfrentaban y un corredor central. Las puertas de los calabozos eran de hierro y tenían una mirilla por donde pasaba la comida. Una parte del dispositivo era de vidrio, casi totalmente pintado de blanco. Por el intersticio transparente los guardias vigilaban a las prisioneras durante sus rondas periódicas... y también era por donde se comunicaban ellas cuando podían, utilizando el abecedario manual que toda presa debía conocer y practicar con destreza de prestidigitador. Pero la lucha era constante, y a medida que las vías de comunicación eran detectadas y suprimidas, las prisioneras debían ir aguzando el ingenio para encontrar nuevas.
Cuando una reclusa era sancionada, el castigo comenzaba de inmediato y era conducida al calabozo con lo que tenía puesto. Más tarde le llegaba un bolso con su ropa de cama, sus utensilios de higiene personal y alguna vestimenta. El bolso lo armaban las compañeras de celda de la castigada, que aprovechaban la ocasión para enviarle las mejores prendas de cada una como expresión de apoyo, y para contrabandear todo tipo de “objetos útiles” como hilos de colores en los dobladillos de los pantalones, agujas en los cuellos de las blusas; había especialistas en coser botones con diez veces más hilo que el necesario. Al principio el colchón, la ropa de cama y los objetos de higiene personal quedaban en el calabozo; no sólo eran todo el mobiliario del lugar, sino que resultaban elementos vitales para la estrategia de supervivencia de las reclusas aisladas. Mientras se permitió tener una servilleta de tela, se la podía ir deshilachando poco a poco y se tejían pulseras o simplemente trozos de diseños sin otra utilidad que la mera ocupación. A menudo se invertía el mismo tiempo en hacer algo que en deshacerlo, para volver a empezar con los mismos materiales pero en otras combinaciones. Esta posibilidad duró poco, pero mientras existió las compañeras de celda de la sancionada buscaban incluir en su bolso la servilleta con más cantidad de colores que tenían a mano. Primero retiraron el colchón, las sábanas y frazadas, con el pretexto de que algunas sancionadas no cumplían con la obligación de tenerlo plegado durante el día; lo devolvían sólo en la noche. Más tarde quitaron también el bolsito con los elementos de higiene, que quedaba en el baño, colgado.en una percha para cada reclusa, de modo que el calabozo llegó a ser una habitación completamente vacía.
El objetivo principal de esas restricciones fue extremar las condiciones del aislamiento eliminando todas las posibilidades de que las castigadas hallaran formas de ocuparse. Pero la lucha era, además de desigual, casi siempre inútil. Todo estaba prohibido, así que había que mantenerse alerta constantemente para evitar ser descubierta por la guardia. A veces se lograba escatimar a la vigilancia algún trozo de miga de pan, o robar un pedazo de jabón del baño, y con eso se tallaban y modelaban figuras, objetos.
Si bien una estadía de una semana en el calabozo era considerada una prueba extenuante para la salud psíquica, la mayor parte de las prisioneras encontraba siempre qué hacer. Era cuestión de aguzar el ingenio y trazarse un plan del día. Cada una se hacía el suyo, pero casi todas usaban algunos métodos comunes: la gimnasia, practicada con lentitud para que durara más; repasar mentalmente los últimos estudios hechos en el celdario sobre materias tales como historia, geografía o matemática; algunas iban “escribiendo” un libro durante sus calaboceadas, de forma que a cada nuevo castigo retomaban mentalmente el hilo de la trama donde lo habían dejado en la sanción anterior. Las actividades manuales ocupaban un lugar muy importante, no sólo porque muchas de ellas permitían trabajar al mismo tiempo con la cabeza, sino que también requería mucho ingenio encontrar qué hacer con tan pocos elementos. En la época en que el régimen del calabozo aún era ‘laxo”, Sara fabricó con miga de pan una enorme variedad de cosas, hasta una suerte de scrabble y un juego completo de ajedrez. Un día logró llevarse la pasta de dientes al calabozo y la usó para pintar esos objetos y un tablero en el colchón.
Había una hora establecida para comunicarse con los otros calabozos, que coincidía con el momento en que habitualmente la guardia no entraba al corredor. Pero habían aprendido a no centrar todas las expectativas del día en ese momento, porque a veces la comunicación resultaba demasiado riesgosa o imposible, y porque las prisioneras intentaban desarrollar la capacidad de resistir el aislamiento de forma autónoma. Esta decisión reflejaba con exactitud las características de la relación entre las reclusas y el sistema carcelario militar: siempre se debía estar preparado para lo peor; de la institución sólo se podía esperar más represión. Los casos de ensañamiento contra algunas prisioneras les recordaban permanentemente esa premisa: la sanción máxima que se podía aplicar era tres meses de calabozo; cualquier falta que generara un castigo superior caía en el terreno del delito y debía ser evaluada por un tribunal militar. Pero los guardias habían encontrado la manera de eludir ese obstáculo aplicando sanciones sucesivas con cualquier pretexto. A veces las detenidas no habían completado el trayecto entre el calabozo y el celdario cuando eran sancionadas nuevamente y daban media vuelta, directo al aislamiento. Algunas estuvieron castigadas hasta cuatro y cinco meses de continuo. Dos de los casos más notorios durante el período en que Sara estuvo en Punta de Rieles fueron los de Elisa Michelini, que había estado en calidad de rehén en varios cuarteles del Interior y sufría en el Penal una persecución alevosa, y Alicia Troglio, quien se había negado a firmar la sentencia en el tribunal militar ya que su expediente había sido inventado de cabo a rabo.
El régimen de las sancionadas incluía un breve recreo durante el cual se salía a caminar por una estrecha vereda junto a la pared exterior de los calabozos. Desde las ventanas de una de las alas del celdario se podía observar el paseo de las castigadas, y era una oportunidad de oro para comunicarse. El recreo de los calabozos era vigilado mucho más atentamente por las presas que por los propios guardias. No se podía hablar, menos aun gritar o hacer señas evidentes, pero hay gestos irreprimibles, como alisarse el pelo o atarse los cordones de los zapatos. Había un complejo código de movimientos aparentemente anodinos, pero a los cuales las prisioneras les habían asignado distintos significados y servían para trasmitir, por lo menos, estados de ánimo. También había canciones con dobles sentidos, y aunque estaba prohibido, las sancionadas silbaban hasta que recibían la orden de no hacerlo.
Sara invirtió mucho de su tiempo de calabozo en aprender a silbar. Nunca lo logró. Estuvo allí varias veces, y le resultaba una situación tan límite que sólo podía compararla con los días de Orletti. Allá, en “el pozo”, el riesgo permanente era perder la vida; aquí, en el calabozo, la amenaza constante era la locura. Debía invertir todas sus energías para producir el esfuerzo de eludir el vacío, las especulaciones, la angustia; para domesticar el sueño superando el ex profeso escándalo nocturno de las guardias con sus conversaciones en voz muy alta, la radio encendida, las bromas sobre las castigadas festejadas con risotadas y el “tolete” (un garrote similar al que usan los policías) campaneando contra las rejas. En el Penal nadie lo comentó, pero después supo que no era la única en tener “sueños de calabozo”. Eran sueños plenos, vívidos. Soñaba con campos ilimitados, ondulados, floridos, soleados, y animales que corrían libremente bajo un cielo infinito. Esos sueños solían aportarle un estado de ánimo especial, una sensación casi material de que se había fugado del encierro y que atenuaba el día de calabozo que le seguía cubriéndolo con una tenue pátina de frescura.
Los integrantes de la Cruz Roja Internacional que lograron ingresar a Punta de Rieles para verificar el tratamientQ que recibían las prisioneras, señalaron que la intensa colectivización de la vida cotidiana y esos elaborados sistemas de comunicación eran los pilares del fuerte clima de afectividad en que vivían las reclusas, peculiaridad que sólo hallaron en las cárceles femeninas. Esta conclusión sirvió de pretexto a algunas prisioneras para analizar en grupo las diferencias culturales entre hombres y mujeres y cómo aquellos reciben una educación castradora de sus manifestaciones afectivas que las soslaya a un segundo o tercer plano. Pero también sabían que ese entramado emocional tan espeso sólo podía generarse en condiciones de reclusión, imposible de reproducir en circunstancias normales. Mientras Sara estuvo en el Penal, y hasta mucho más allá, no existieron nucleamientos por grupos políticos. Allí, en ese mundo creado por mujeres, el afecto se transformaba en un factor de cohesión que galvanizaba al colectivo porque fortalecía el ánimo individual sin sensiblerías. Muchas admitieron en prisión no haber experimentado nunca antes un sentimiento tan completo de pertenencia. Esos valores elaborados durante años de prisión coexistían a veces con conceptos que quizá podían pecar por una cierta rigidez, provocada por el corte absoluto con el mundo exterior. Primaba, sin embargo, la calidez humana, que se expresaba sobre todo en los regalos de cumpleaños que se mantenían escondidos hasta último momento, en la energía con que se manufacturaban souvenirs para las que salían en libertad yen los sueños que se tejían con ellas que, de alguna forma, las llevaban a todas “afuera”. Las comidas en conjunto, las celdas colectivas y las numerosas actividades de. grupo favorecían también ese clima, y no pocas veces generaban momentos de auténtica alegría, como sucedía invariablemente cuando se organizaban representaciones teatrales en las celdas. Nadie desperdiciaba la más pequeña oportunidad de reír.
El sector rojo, donde iba a parar lo más “duro” del Penal y al que Sara fue asignada, resultó, para su asombro, también el más sensible. Poco a poco fue entendiendo el límite impreciso, la forma en que sus compañeras lograban armonizar los extremos: la intransigencia absoluta frente al enemigo y la exigencia de resistencia sin desmayos, con la ternura, el cariño, el afecto y la calidez humana sin ambages hacia las compañeras. Desde mucho antes de su llegada el sector había adoptado un símbolo interno, un lenguaje propio que no se expresaba en palabras, una clave con muchos significados que nadie intentó nunca definir con precisión: era una semilla, pequeña, dura y gris. Se utilizaba en todo el Penal para hacer manualidades, rosarios, pulseras collares, pero el sector rojo le daba además otro uso aparecía sin remitente sobre la almohada, en un bolsillo, dentro del libro que estaba leyendo la compañera que en ese momento enfrentaba alguna situación personal difícil, Sara encontró muchas de esas semillas, pero recuerda especialmente la que halló estando en el calabozo, depositada dentro del bolsito individual que quedaba colgado de una percha en el baño por alguna anónima “rififí”, y supo que le estaban diciendo lo que más necesitaba oír: “Estamos contigo”.
La vida en el celdario giraba en torno a actividades colectivas. Todo se hacía en grupo, y a diferencia de los hombres en las prisiones masculinas, aquí se dedicaba mucho más tiempo a la charla que al juego. Se conversaba sobre todo: cosas de la vida, historias personales; se charlaba sin propósito prefijado, para compartir abiertamente las experiencias individuales y, muchas veces, analizarlas colectivamente.
También se estudiaba en grupos: historia, idiomas —aunque estaba prohibido—, geografía, física, matemática, dibujo, pintura, lingüística e infinidad de otros temas. Estudiar colectivamente era muy lento, pero para algunas reclusas era indispensable, ya que sin el apoyo del grupo jamás hubiesen podido hacerlo. Las manualidades también se efectuaban en conjunto, y mientras las demás trabajaban alguien leía un libro interesante en voz alta.
La organización interna de las prisioneras abarcaba varios aspectos clave. La “despensa”, que se nutría con el contenido de los “paquetes” que los familiares traían en las visitas, estaba centralizada. Si bien cada alimento que entraba de afuera era considerado precioso por su destinataria que los acogía como expresión de cariño y apoyo, todos iban a parar a una bolsa común. Las encargadas de la despensa no sólo debían llevar un estricto control de las reservas sino distribuirlas según las necesidades: quien no podía tomar leche recibía más queso; a la que no toleraba los cítricos o las bananas se le daba más manzanas, y en general se intentaba atender las situaciones especiales con el mayor esmero. La “cantina” se le llamaba al fondo común del dinero que los familiares depositaban en el Penal según las posibilidades de cada cual. Ese fondo se utilizaba para comprar, por medio de la institución carcelaria, los elementos que no estaban autorizados en los “paquetes”: yerba, tabaco, y en general todos los objetos de higiene personal. Las encargadas de la “cantina” administraban las existencias, las prorrateaban y presentaban periódicamente un estado de cuentas a los celdarios. La biblioteca también era administrada por las presas; se podía hacer un pedido por semana y se llevaban escrupulosas listas de espera para las obras más codiciadas.
Pero el momento más importante para todas era el de la visita, los sábados y domingos. Esos días eran completamente diferentes a los otros; el clima era algo más distendido, más tolerante y el ritmo en los celdarios era de excitación creciente. Las presas se vestían especialmente para la ocasión con el “uniforme de visita” —más nuevo que los otros— y todas trataban de ponerse por debajo algo alegre, colorido, que asomara apenas sobre el cuello abotonado. Muchas se maquillaban y se prestaban ropa. Luego era el retomo algo alborotado al celdario donde esperaban las que no habían tenido visita ese sábado. La rueda de mate era obligatoria, y sentadas sobre unos pequeños troncos, a lo gaucho, entre mate y mate cada una iba contando las novedades. El conocimiento que se llegaba a tener de las familias de las compañeras era tan detallado que en las visitas se podía no sólo reconocer físicamente al padre, el hermano o la hermana de fulanita, sino a identificar gestos, actitudes y personalidades. Cuando una presa salía en libertad recorría una por una las familias de sus compañeras. Todos se sorprendían de lo fácil que resultaba la comunicación, y era gracias a ese sistema de “visitas compartidas”. La liberada conocía anécdotas de cada integrante del grupo familiar, y a ellos les llenaba de emoción saber que ese conocimiento había sido trasmitido por su pariente prisionera.
Hacía 15 días que estaba en Punta de Rieles. Ese sábado le había tocado fajina; había dormido mal y poco la noche anterior y estaba rendida. Era posible que tuviese su primera visita, pero no la esperaba. Aunque estaba prohibido hacerlo a esa hora del día, Sara se recostó en su cucheta y rápidamente se quedó dormida. La despertaron de un sacudón: tenía visita; la estaban llamando desde la reja. Fue con lo que tenía puesto, el uniforme de fajina sucio y remendado. Mientras caminaba por primera vez hacia la sala de visitas trataba de poner su cabeza en orden, establecer prioridades para aprovechar al máximo el tiempo disponible. Allí estaban, su padre, sus hermanas María del Carmen y Lourdes. Su hermano Francisco no había sido autorizado a pasar porque tema barba. Los tres en un racimo, al otro lado de la reja. Su padre, desde siempre llorón y sensible, no lograba hablar, se le cortaba la voz. En Buenos Aires habían recorrido cuarteles, hospitales, morgues, y habían llegado a sospechar lo peor. Verse nuevamente significó para todos una emoción indescriptible. Sara quería levantarles el ánimo, y ellos querían hacer lo mismo con ella. Hasta que hizo la pregunta:
¿Simón? Esa primera visita fue el encuentro de dos mundos con la misma incógnita: ella suponía que quizá lo habían podido encontrar, y ellos pensaban que Simón estaba allí, con ella, porque se habían negado a creer en lo dicho por aquel militar que se había presentado a buscar ropa y abrigo hacía tres semanas.
Desde entonces las visitas fueron para Sara una suerte de tortura moral, de angustia insoportable y arrasadora. La espera de un sábado a otro estaba, en su caso, cargada con una intensidad mayor, dramática; cada visita era una posibilidad de recibir noticias. Imaginar que el sábado siguiente sí traerían algún indicio, una pista sobre Simón, la sumía en un estado de excitación casi incontrolable. Cada 15 días, el sábado era el día del miedo.
Resultaba contradictorio, porque no había otra forma de ver a su familia, de tener novedades de cada uno y también del mundo exterior. A pesar de saber que a ellos les resultaba imprescindible llegó a desear no tenerlas para no sufrir tanto. Aunque no lo conversó con nadie, después de esa primera visita las expectativas de Sara se concentraron en Mauricio. Esa era en realidad la dirección en la que había trabajado siempre su fantasía. Lo admiraba desde que ingresó en la FAU, de la que él ya era uno de los dirigentes más visibles. Desde el inicio, su relación personal había estado teñida por la confianza política que todos los militantes de organizaciones como ésta, verticalizadas, depositan en sus responsables. Después Sara viviría otras cosas con Mauricio, conocería otras facetas de su personalidad, de su vida íntima, que llevarían a una escala mucho más humana aquella primera admiración juvenil. Pero hasta entonces pensaba, fantaseaba con que Mauricio había podido recuperar el hijo que habían tenido en común, que lo había rescatado y estaba con él, a salvo en el exterior, que eso era un gran secreto y ella en algún momento lo sabría. No compartía ese sentimiento con nadie, quizá porque inconscientemente sabía que era la única forma de que la fantasía, el último refugio, perdurase intacta. No fue sino poco a poco que, en su fuero íntimo, Simón se le fue transformando en un desaparecido.
Poco antes de que terminara el año, el oficial “301” concurrió al Penal e hizo llamar a Ana Inés Quadros. Era un hecho insólito, o por lo menos poco habitual. Ana Inés esperé recibir algún planteo concreto del oficial, pero el militar no salía de las formalidades: le preguntó cómo estaba, si precisaba algo. Entonces Ana decidió tomar el toro por los cuernos y le recordó que ellos no habían cumplido con sus promesas ya que Simón no había aparecido; la familia de Sara no lo tenía ni sabía nada de él. Le pidió información al respecto. “301” respondió irritado que no entendía de qué se quejaban, después de todo habían salvado la vida. Allí terminó la entrevista.

1977. Hacía más de un año que había sido secuestrada y separada de su hijo en Buenos Aires. Sara se adaptaba a la vida rutinaria de la cárcel, aprendiendo las reglas no escritas que pautan las relaciones entre prisioneras y carceleros. La principal consistía en no hacer nada a lo que no estuviesen obligadas por el reglamento.
Un día de octubre las autoridades de la prisión ordenaron a las detenidas que se prepararan para una visita que vendría al día siguiente; debían ponerse el uniforme «de gala” y tener el celdario impecablemente limpio y ordenado. Cuando las guardias les comentaron que podían maquillarse si lo deseaban —“fantasía” sólo admitida los días devisitas—, las prisioneras comprendieron que no se trataba de una simple revista militat Era algo distinto. Al día siguiente, Ana Inés Quadros vio desde la ventana que ingresaba al Penal un auto con chapa diplomática y alguien alcanzó a distinguir pequeñas banderas inglesas sobre los guardabarros delanteros. Aunque no se les comunico oficialmente, las detenidas supieron después que
Inglaterra se disponía a concretar una importante compra de carne, pero que para calmar las protestas de los organismos internacionales de derechos humanos que acusaban al gobierno británico de negociar con una dictadura se había acordado una inspección ocular a varios establecimientos carcelarios.
El embajador ingresó al Penal acompañado por un funcionario de su representación diplomática que hablaba correctamente el castellano. Rodeados por una comitiva de siete u ocho altos oficiales del ejército uruguayo, los funcionarios extranjeros recorrieron todo el celdario. Siguiendo las instrucciones que habían recibido, las prisioneras estaban dentro de sus celdas, paradas junto a sus respectivas cuchetas, en posición de firmes y con las manos en la espalda. El embajador pasaba lentamente entre las filas, en silencio, sin hacer preguntas pero observándolo todo. Cuando estaba muy cerca de ella Sara rompió la formación, dio un paso al frente y le solicitó permiso para hablarle. Naturalmente el diplomático accedió, mientras los desconcertados militares sólo atinaban a clavar sus miradas cargadas de odio sobre aquella pequeña mujer que los desafiaba abiertamente.
Sara sabía que no tendría mucho tiempo y se esforzó por relatar su caso en una apretada síntesis que había preparado mentalmente durante la noche anterior pero debía detenerse para que el funcionario pudiera traducir sus palabras al embajador, cuya consternación fue visible y creciente. Antes de que Sara pudiese terminar los militares interrumpieron la escena violentamente y se llevaron al ilustre visitante prácticamente en vilo.
Pocos días después, enterados de la visita del diplomático a Punta de Rieles, el padre de Sara y el de Ana Quadros, José Antonio Quadros, que había sido embajador uruguayo en Gran Bretaña entre 1953 y 1959, se presentaron ante mister Peters, el embajador inglés, quien les relató cómo se había desarrollado la visita, se mostró sensibilizado por el caso de Sara y prometió hacer gestiones ante su gobierno para intentar favorecerla de algún modo. Sara nunca supo qué resultado concreto tuvo su gesto que, eso sí, le costó un mes de calabozo.
1979. Presionados por la incesante campaña de denuncias —en especial sobre la situación de los rehenes— que levaban adelante los uruguayos exiliados y que había logrado sensibilizar a varios organismos internacionales, los militares permitieron ese año el ingreso a los penales de Libertad y de Punta de Rieles de una misión suiza de la Cruz Roja que obtuvo la concesión de efectuar entrevistas individuales a cada uno de los prisioneros, sin presencia de los carceleros. Sabiendo por los familiares que visitaban también a algún prisionero de Libertad que la delegación extranjera
había iniciado su inspección en el Penal masculino, las presas de Punta de Rieles comenzaron a prepararse intensamente para la ocasión. Desde su punto de vista una misión internacional que venía a hablar con presos de muchos años significaba que no sólo podrían relatar en qué situación estaban viviendo, también recibirían noticias del exterior si ningún filtro y, a su vez, seria posible sacar información veraz desde el Penal. Por ejemplo, había varias prisioneras que estaban gravemente enfermas pero cuyas familias ignoraban su estado real. La expectativa que despertó entre las detenidas esa visita fue enorme, y constituyó sin ninguna duda el hecho más importante para ellas en todos esos años. Sara también depositó muchas esperanzas en ese encuentro; pensaba que tres años después del secuestro y desaparición de su hijo el caso sería suficientemente conocido en Europa. Quizá le darían novedades sobre Simón o. al menos, alguna información sobre las gestiones que seguramente se estaban haciendo en el ámbito internacional para recuperarlo de las manos de sus captores. Durante los días previos a la entrevista su agitación fue aumentando, y todas sus compañeras la alentaban augurándole que recibiría novedades.
El momento tan esperado por fin llegó. Sara ingresó a la habitación donde estaba recibiendo la misión suiza. El entrevistador era un hombre de mediana edad que se expresaba bastante bien en castellano. Luego de los formulismos necesarios Sara preguntó si sabían algo de su hijo. Para su sorpresa, el visitante no sabía nada, ni siquiera conocía su caso, por lo que Sara se lo relató desde el principio, y mientras lo hacía sintió la enorme soledad en la que luchaba, sintió la impotencia de estar en prisión sin poder hacer algo para hallar a su hijo. Al cabo de la hora que debía durar la entrevista, el delegado suizo había tomado nota y conciencia de que estaba frente a un caso gravísimo. No tenía más tiempo, pero le sugirió a Sara que solicitara autorización para ser recibida por el médico de la delegación, gestión que se podía efectuar por razones de salud. El integrante de la Cruz Roja le pidió unos días para averiguar algún dato concreto, y en caso de obtenerlo, se lo comunicaría al médico para que éste se lo informara.
Así lo hizo Sara allí mismo, inmediatamente después de dejar la habitación donde se había desarrollado la entrevista. Mientras esperaba que se registrara su solicitud vio que el hombre a quien acababa de relatarle su situación salió de la pieza, pidió que se interrumpiera por un momento la cadena de entrevistas y preguntó dónde estaba el baño. Regresó con la cabeza empapada. El representante de la Cruz Roja estaba preparado para resistir la enorme carga emocional de hablar sin pausas con decenas de presos políticos, pero no para afrontar una denuncia como la que acababa de recibir y, quizá aun menos, para no tener ninguna respuesta que ofrecer a quien había esperado tanto tiempo sin siquiera un indicio sobre el paradero de su hijo.
Para Sara la decepción fue enorme. En el trayecto de regreso al celdario deseaba desaparecer, volverse invisible. No tenía ánimo para encarar a sus compañeras y decirles que la Cruz Roja no estaba informada de su caso. Le parecía estar viviendo una pesadilla. Aún recuerda esa noche como una de las más tristes que pasó en prisión.
La entrevista con el médico se produjo un mes después y, como en la anterior, Sara no se enteró de nada nuevo. La situación era tan absurda que, por momentos, su mente naufragaba en las dudas y la confusión. ¿Sería realmente cierto” ¿No sería Simón una creación de su mente, perdida, extraviada en la insanía? ¿Cómo la Cruz Roja no sabía nada si había una campaña en el exterior? No había papeles legales que confirmaran su historia; en el Penal sólo Asilú Maceiro podía dar testimonio de los hechos; Simón no se llamaba Gatti Méndez sino Riquelo. Bastaba mirar todo su caso con un pequeño sesgo de incredulidad para concluir que ella había sido afectada de tal forma por las experiencias traumáticas a las que la había sometido la represión militar que simplemente se había vuelto loca.
No fue sino a costa de un gran esfuerzo, y con la ayuda silenciosa pero omnipresente de sus compañeras, que pudo superar aquel difícil momento de su prisión provocado por la desinformación absoluta sobre la situación de Simón.
El 1° de mayo era una fecha especialmente recordada en el Penal de Punta de Rieles. Porque estaba prohibido, ese día de cada año todas intentaban lucir alguna prenda roja, y las que salían a colgar la ropa lavada agrupaban las de ese color para simular una bandera. Hasta que una vez la guardia se dio cuenta del “complot” y quedó expresamente prohibido colgar ropas rojas una al lado de la otra. Cada 1° de mayo los guardias recibían renovadas advertencias en ese sentido. Pero el ingenio de algunas prisioneras sólo era comparable con su osadía. Muchas de las reclusas que habían venido del Interior traían consigo su ropa de cama que incluía, en casi todos los casos, un poncho militar que usaban como frazada. Estos ponchos eran verde oliva por fuera, y estaban forrados con un grueso paño rojo. Nadie supo con certeza de quién fue la idea, pero ese 1° de mayo, como todos los días, un grupo salió temprano en la mañana para colgar la ropa y, distraídamente, se incluyó a los ponchos entre la ropa lavada porque... había que airearlos. Los ponchos quedaron colgados todos juntos en una larga cuerda; era una gran bandera verde oliva. A mediodía, también como siempre, el mismo grupo fue a retirar la ropa seca y a dar vuelta la ropa de cama colgada. La guardia no prestó atención a la maniobra, habituada a ese trajín cotidiano y verificada más temprano la ausencia de prendas rojas. Y demoró varias horas en percibir el engaño, horas en que los celdarios fueron una fiesta premeditada. Todas las prisioneras se asomaron a las ventanas para gozar de la hermosa vista: aquella enorme bandera ahora tan roja, y silbaron a coro la Internacional, rieron y festejaron la burla.
Era un domingo de agosto; las madres tenían visita cuerpo a cuerpo con sus hijos. Bajaban por tandas que coincidían en una habitación donde las guardias las revisaban al entrar y salir de las visitas. Allí, Ivonne Trías, que regresaba de la visita especial que había obtenido con su sobrino, comentó para que la oyeran las compañeras de celda de Sara que tendrían que conseguir otro vasito para servirle jugo a otro niño. “Parece que va a empezar a venir Simón”, agregó. Ivonne, cuya familia había sido diezmada por los militares ya que su compañero, su hermana Cecilia y su yerno estaban desaparecidos, recibió primero veladas insinuaciones en ese sentido de su madre, Irma, quien estaba relacionada con los familiares de los desaparecidos y ella misma había logrado recuperar al pequeño hijo de Cecilia, Marcos, que ahora vivía con ella. Después de la visita con su madre, Ivonne estuvo con Marcos quien, sin la vigilancia a presión de las guardias, fue más específico: le contó que en Chile habían aparecido hacía pocos días dos niños uruguayos, Anatole y Victoria, hijos de Roger Julien y ‘Victoria Grisonas, desaparecidos en Buenos Aires en setiembre de 1976. Anatole recordaba algunas cosas de su viaje, entre otras que había un bebito con ellos y que habían sido llevados hasta allí por “la tía Mónica”; también mencionó un “avión chiquito” y un auto blanco.
Los hermanos Julien habían sido vistos por Julio César Barboza en el SID, donde los “repatriados” pasaron la segunda etapa de su detención clandestina luego de la casa de Punta Gorda. En diciembre de I976 Anatole y Victoria fueron abandonados en una plaza de Valparaíso. El juez de menores que entendió en la causa ordenó que los internaran en un albergue, y luego fueron adoptados por un matrimonio chileno. Gracias a una investigación efectuada por varios periodistas brasileños apoyados por la organización paulista de derechos humanos Clamor; el entonces arzobispo de San Pablo, cardenal Paulo Evaristo Arns, pudo anunciar públicamente en julio de 1979 el hallazgo de los hermanos desaparecidos. Las familias Julien y Grisonas viajaron a Chile, efectuaron los trámites para que los niños recuperaran su verdadera identidad y llegaron a un acuerdo con la familia adoptiva: Anatole y Victoria permanecerían en Valparaíso, aunque conociendo su verdadero origen y manteniendo relaciones normales con su familia biológica. El dato de ese bebito que había viajado a Chile con los Julien recorrió el Penal como en alas de un pájaro, y aunque Irma e Ivonne en ningún momento mencionaron que el otro bebé que había viajado con los Julien fuese efectivamente Simón, y menos aun que se le hubiese ubicado, lo cierto es que en pocas horas todo Punta de Rieles “sabía” que el hijo de Sara había aparecido. Todos menos ella, que no supo nada hasta que varias otras prisioneras intentaron obtener información confirmatoria en sus respectivas visitas. Al fin del día se habían reunido algunos, pocos, elementos que apoyaban la versión. Quizás hubiese sido más prudente no decirle nada hasta no estar completamente seguras, pero los deseos, la necesidad de que la noticia fuese verdad pudo más que la valoración fría de los datos concretos. Decidieron que debían decírselo: era posible que Simón estuviese en Chile. Era la hora de ir a descolgar la ropa, y sus compañeras de celda la alentaron para que fuera ella a retirarla y así poder recibir más información de otras prisioneras. Sara fue, y cuando sus compañeras la vieron afuera dieron rienda suelta a su alegría por lo que creían ya un hecho. Sin pensar en los riesgos, cada presa que había obtenido alguna información al respecto la comentaba en voz lo suficientemente alta como para que ella la escuchara: “Vamos a tener otro niño en las visitas”, decían. Alguien empezó a silbar la canción «Gurisito”, de Daniel Viglietti, y poco después eran todas las prisioneras que en todos los sectores la silbaban al unísono. Los militares las obligaron a cerrar las ventanas.
Sara recién tenía visita el sábado siguiente. Supo que su familia había viajado a Chile y allí había tomado contacto con Belela Herrera, representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), quien había participado en la recepción de los hermanos Julien y trataba de averiguar quién era el otro bebito que había llegado con ellos y dónde estaba. Pero ese niño nunca fue hallado. Sus compañeras se arrepintieron de haberle infundido esperanzas en vano.
Más allá del bajón inevitable, Sara tuvo una medida de con qué ansias todas querían que encontrara a Simón, de cuánto su situación estaba presente en el corazón de sus compañeras. Era una consideración especial que le manifestaban también de otras mil y una maneras: en los juegos, los regalos del Día de Reyes —sus zapatos siempre aparecían colmados de presentes y... caramelos—. Ella hablaba poco del tema, y sólo con una o dos de sus compañeras, pero sin palabras, todas la acompañaban de una forma especial.
Años después, repasando la información que había aportado el pequeño Anatole, Sara recordó que María del Pilar Nores era muy amiga de los Julien, y que los niños de la pareja la conocían como “Mónica”, uno de los nombres de guerra que ella usaba. Nores había estado en el SID, y también los niños Julien según el testimonio del exsoldado Barboza. Anatole y Victoria aparecieron abandonados en Valparaíso en diciembre de 1976, en el mismo momento en que el grupo de “repatriados” fue distribuido en las diferentes prisiones legales. ¿Fue Nores la “tía Mónica” que los llevó hasta allí? Sara recordó a la mujer embarazada prisionera en el piso superior que había parido en octubre y que luego había desaparecido, y se preguntó si ese bebito que recordaba Anatole no sería aquél, nacido en cautiverio. Una interrogante que hasta ahora permanece sin respuesta.
Pocas semanas después las presas integrantes del grupo de “repatriados” supieron que en pocos días serían llevadas ante el tribunal militar donde les serían comunicadas sus respectivas condenas. Estaban dispersas en diferentes sectores, por lo que intentaban entrar en contacto con el fin de adoptar una posición común para el caso de que la justicia militar no cumpliera con las condiciones pactadas durante las negociaciones en el SID. Un día como cualquiera, sin previo aviso, Sara fue llamada desde la reja del celdario por un guardia, y de allí mismo trasladada a otro sector. Así pudo comunicarse con Elba Rama y Asilú Maceiro, quienes decidieron negarse a firmar la condena si excedía el mínimo de la pena acordada para cada una de las tipificaciones preestablecidas en el SID. Sin que ellas lo supieran, los varones del mismo grupo encarcelados en el Penal de Libertad habían adoptado la misma decisión, la habían llevado a la práctica y estaban por eso sancionados. En la misma semana en que la trasladaron de sector Sara fue conducida al juzgado militar junto a sus compañeras. Las obligaron a ponerse la tenida “de gala”, como le llamaban los carceleros al uniforme más nuevo. Mientras esperaban su turno en el hall del juzgado, para distraerse Sara intentaba obtener algún augurio sobre la suerte que correrían. La sala donde estaban tenía molduras en el techo; eran unos angelitos regordetes y semidesnudos. Escrutó cada uno de ellos esperando un signo, un oráculo silencioso. El que veía más claramente tenía en la cara una expresión que le pareció sádica, perversa, y no pudo evitar una sonrisa dirigida a aquel angelito cuando un funcionario le confirmó el presentimiento: la pena que habían recibido era la máxima —seis años— y no la mínima —cuatro años y seis meses—. Todas se negaron a firmar la condena sin dar explicaciones. De todas formas, nadie en el juzgado conocía su situación. Los funcionarios militares parecían francamente confundidos; no entendían por qué estas prisioneras, como pocos días antes lo había hecho un grupo de reclusos, también se negaban a firmar. Las presiones y amenazas duraron casi toda la mañana, pero ellas mantuvieron su negativa. Finalmente los funcionarios desistieron y fueron devueltas a Punta de Rieles con la sentencia sin firmar. Allí las esperaba un gran despliegue de tropas en la entrada del predio, y tres oficiales en la puerta del Penal junto a funcionarias de la guardia femenina. Fueron conducidas de inmediato ante el director de la cárcel quien les preguntó por qué razón se habían negado a firmar la sentencia. Ellas explicaron que antes de ser trasladadas al Penal habían llegado a un acuerdo con varios jerarcas militares, acuerdo que ahora no se respetaba, y todas solicitaron una entrevista con el mayor Nino Gavazzo a quien identificaron como el garante de la palabra empeñada. Los militares de la prisión quedaron bastante desconcertados y les dijeron que pedirían órdenes “a la superioridad”. No fueron sancionadas en ese momento, tampoco después. Si las “órdenes” llegaron ellas nunca se enteraron.
De regreso al celdario, reconfortadas y todavía asustadas por lo que acababan de hacer, relataron a sus compañeras las novedades. En la visita siguiente supieron que los presos en Libertad habían asumido una actitud idéntica a la de ellas, coincidencia felicísima que demostraba —no era la primera vez, ni sería la última— la profunda afinidad que se había generado entre quienes figuraban en ese expediente.
Esa noche Sara cayó dormida apenas se apagaron las luces, y tuvo un sueño que recordaría para siempre: se les había otorgado a todas una visita cuerpo a cuerpo. La visita se desarrollaba en una hermosa terraza desde donde se veía un extenso parque con árboles y flores; había mesitas y sillas de mimbre pintadas de blanco. Sara estaba sentada en una de ellas cuando llegaron su hermana Maria del Carmen y casi enseguida su padre. Les advirtió que hablaran con tranquilidad, pero que una de las mujeres que estaba con otras personas en una mesa cercana fingía ser una presa, cuando en realidad era militar. Sara preguntó desordenadamente y sin pausa: quería saber novedades de Simón, de Mauricio, del mundo; ¿qué estaba pasando afuera? María del Carmen aún no reaccionaba, impactada por las sorpresivas condiciones de la visita. No había traído noticias especiales y, angustiada, rompió en un llanto incontrolable. Su padre había comenzado a relatar noticias de la familia cuando llegó su hermano Francisco. Sara lo acometió con preguntas sobre la actualidad, y Francisco le contestó que la novedad más importante era que en Canadá había aparecido un animal de la época terciaria sepultado bajo el hielo. Ella le dijo que no era ése el tipo de informaciones que le interesaba. La gente que los rodeaba comenzó a levantarse de sus asientos. Ivonne Trías, compañera de sector de Sara, pasó frente a ellos y les preguntó qué hacían todavía allí: ¿no sabían acaso que tenían 24 horas de libertad para estar con sus parientes y después regresar? Sara se retiró del Penal con su familia mientras ansiosamente intentaba decidir cómo aprovechar esas maravillosas 24 horas. Pensó en pedir diarios para enterarse de lo que había pasado durante esos años de encierro, pero después comprendió que ese método le insumiría demasiado tiempo; entonces resolvió ir a ver a un viejo compañero de militancia para que le hiciera una síntesis. Pensó también que era una oportunidad para escribirle una larga, larguísima carta a Mauricio contándole todo lo que hasta ese momento no había podido decirle. Volvió a preguntarle a sus familiares por Mauricio, si sabían algo de él. En un primer momento guardaron silencio, y luego le explicaron que al principio escribía muy seguido, y hasta llamaba por teléfono de vez en cuando para tener noticias de ella. Pero en los últimos meses la comunicación no había existido. Le aconsejaron que intentara tomarlo como algo normal, después de todo había pasado tanto tiempo...
Luego Sara se vio caminando por calles que se alargaban a medida que ella avanzaba; intentó caminar más velozmente, pero las calles se estiraban cuatro, seis, diez veces más rápido. Abrió tanto sus piernas que quedó pegada al piso, completamente horizontal; obligada a reptar iba aun más lentamente que antes. De pronto volvió a ver a Ivonne que pasaba por allí con un niño en brazos. ¿Quién es ese niño?, preguntó Sara. Es mi sobrino, dijo Ivonne. ¿Y qué vas a hacer? Voy a pasar el día con él, replicó su compañera mientras se alejaba. Sintió una profunda desazón: Ivonne ya sabía cómo emplearía esas divinas 24 horas, mientras ella aún se debatía tratando de ganarle una batalla al tiempo.
Despertó agobiada, y ese día sintió como nunca el peso de la clausura, de la censura. Quería escribir en una carta todo lo que sentía, todo lo que estaba viviendo, pero eso era imposible. Pocas semanas después fueron nuevamente conducidas al juzgado militar y esta vez, como por arte de magia, las penas aplicadas eran las mínimas. Entonces sí, firmaron.

1980. El plebiscito al que habían llamado los propios militares tenía por objetivo legitimar la dictadura mediante un nuevo ordenamiento jurídico. Los ciudadanos debían pronunciarse por Sí o por No a la propuesta castrense. Ese día de noviembre se vivió intensamente en el Penal de Punta de Rieles, a pesar de que nadie creía que, en caso de derrota, el gobierno la admitiese. Poco antes de la visita de la Cruz Roja se había instalado una red de parlantes en los celdarios que durante el día difundía música. A pesar de que el resultado favorable al No se conoció la misma noche de la jornada de votación, las presas no se enteraron de la novedad hasta el día siguiente. La radio permanentemente sintonizada y difundida por los parlantes era Emisora del Palacio, en frecuencia modulada, cuya programación incluía brevísimas “pastillas” de información. Fue por ese medio que las reclusas se enteraron de la victoria del No. En muchas celdas se entonaron canciones a coro, festejo que los guardias no tuvieron el ánimo de reprimir ese día, quizás como una forma de reconocer su derrota.
El resultado del plebiscito cambió mucho las expectativas de las prisioneras. Fue como una ventana abierta por un golpe de viento que cambió por completo el aire del Penal. A partir de ese día todas empezaron a hablar de una amnistía; le llamaban “la tía Amnis”. En cada una de las visitas surgía el tema con los familiares: ¿cuáles eran las posibilidades de que se decidiese una amnistía?
Pasados los primeros días de euforia que compartieron todas sin distinciones, las reclusas que tenían las condenas más largas y que por lo tanto estaban involucradas en hechos muy pesados, comenzaron a sospechar que ellas no serían incluidas en una ley de amnistía, y colectivizaron la discusión de cómo prepararse para cuando la mayoría fuese liberada y quedaran apenas unas pocas. Se especulaba con que serían trasladadas a prisiones más pequeñas donde el reglamento sena mucho más severo. Pensaban que seguramente estarían sometidas a un aislamiento mayor y que les serían recortadas ciertas actividades como, por ejemplo, la lectura.
Pero algo había cambiado definitivamente en Punta de Rieles: por la brecha abierta en noviembre se había colado entre los barrotes de la cárcel un sentimiento casi olvidado de tan reprimido: la esperanza.

Abril de 1981. Un día como cualquier otro Sara recibió la orden de prepararse para ser conducida al juzgado. Sólo supo de qué se trataba cuando llegó a la sede judicial y le alcanzaron un decreto que debía firmar: era el de su liberación, y esta vez también firmó. Sabía que a partir de ese instante debía estar preparada para ser liberada en cualquier momento: algunas de sus compañeras habían pasado meses con la libertad firmada, mientras que otras se habían ido en apenas dos o tres días. El objetivo de los militares, como siempre y hasta último momento, era desconcertar, angustiar, nutrir ansiedades. Las presas con la libertad firmada, por las dudas, se despedían cada mañana de sus compañeras. Preferían eso a no poder decirse adiós. Las que quedaban hacían pequeños regalos a las que salían, y los presentes llegaban desde todo el celdario. También los mensajes que debían ser trasmitidos a las familias, esta vez sin censura previa.
Sara esperó un mes; un mes bajo la presión de una intensa angustia que se esforzó en disimular como pudo. La angustiaba salir al mundo exterior sin saber qué encontraría. La angustiaba también pensar en las que se quedaban, algunas con penas de 30 años y 15 más por “medidas de seguridad”, que se preparaban para pasar toda una vida en la cárcel. Otras que eran apenas adolescentes cuando ingresaron a la prisión, con 18 o 19 años, y que saldrían siendo mujeres maduras. Después de casi cinco años entre barrotes, el “adentro” era el mundo conocido, con sus reglas y su rutina que Sara dominaba a la perfección, mientras que el tan deseado “afuera” sólo era un océano de interrogantes. Pesaba también, y mucho, abandonar a compañeras con quienes había desarrollado vínculos afectivos, tan excepcionales como la situación que vivían. Todas sabían que esa clase de relación no sería reeditable en libertad. Era el fin de una etapa a cuyas asperezas el cuerpo ya se había acostumbrado, y el inicio de otra, temible y fascinante, en la que todo estaba por hacer. Habría que empezar de nuevo, casi desde el principio.
La libertad llegó finalmente una mañana tibia y soleada de mayo, como suele haberlas en el otoño uruguayo. Fueron cinco las que salieron ese día:
Ana Inés Quadros, Margarita Michelini, Elba Rama, Asilú Maceiro y la propia Sara. Hicieron a pie el trayecto entre el celdario y la puerta del establecimiento. Los familiares esperaban del otro lado, y desde las ventanas llegaban cantos, gritos y adioses. Tenía 37 años. Llevaba un bolso en la espalda con las que habían sido sus pertenencias durante todos esos años, más las decenas de regalos que recibió de sus compañeras. Pero esas espaldas sentían en ese momento un peso infinitamente mayor: el de los ojos de las que quedaban “adentro”, con sus luchas e incertidumbres. Sara tuvo conciencia de que nunca volvería a vivir un momento igual, de que estaba recuperando uno de los derechos más preciados que se le puede conculcar al ser humano. Y lo disfrutó cuanto pudo.