miércoles, 7 de marzo de 2012

LA INVASIÓN.

LA INVASIÓN.
 
Los prisioneros descendieron en fila por la escalerilla del Fairchild y escoltados fueron conducidos hacia un desvencijado camión militar. Caminaron primero por una superficie plana y firme, la pista de aterrizaje, y luego por una zona de pastos altos. A pesar de la situación en que se encontraba y de no tener completa seguridad de estar en Uruguay, Sara se emocionó al pensar que quizá estaba pisando su suelo natal. Una parte de ella se sintió feliz; la angustia de no saber qué le esperaba en el futuro inmediato cedió paso en ese instante a un sentimiento pleno de satisfacción: después de todo lo que había pasado, después de tres años y medio de exilio, volvía a estar en su país. Eso, por lo menos, le decía su intuición. Había que trepar una endeble escalerita hasta la caja del camión. Todos estaban en pésimas condiciones físicas y debieron recibir ayuda para lograrlo. Poco antes de iniciar el traslado, un soldado a quien los prisioneros llegarían a conocer más en los meses siguientes y que tendría actitudes igualmente correctas en numerosas oportunidades les dijo: “Sabemos que están mal. Aguanten un poco más; el viaje es corto y en cuanto lleguen van a estar mejor”.
El tono utilizado por el militar era completamente diferente al sarcasmo que se usaba en Orletti para burlarse de los prisioneros. Sara no desconfió de esas palabras, y el simple hecho de que se les proporcionan una explicación de lo que pasaría inmediatamente sorprendió a todos los detenidos que ya no esperaban recibir el más elemental tratamiento humano. Esta vez el camión abandonó la base militar sin estridencias.
 
La OCOA disponía en Montevideo de varios centros clandestinos de detención. Los secuestrados (véase el anexo Lista de “repatriados”) fueron trasladados a uno de ellos, ubicado en el residencial barrio de Punta Gorda, en el 5515 de la calle Rambla República de México.
Algunos prisioneros fueron ubicados en una habitación de la planta alta, donde también estaba la sala de tortura. Todas las mujeres y algunos varones quedaron en la planta baja, en una gran sala cuyos ventanales estaban cubiertos con frazadas. En el piso había dos hileras de colchonetas dispuestas contra las paredes laterales de forma que dejaban libre un corredor central. Las colchonetas no alcanzaban para todos, así que los militares improvisaron algunos camastros con los típicos ponchos castrenses. En cada cabecera, sobre la pared, colgaba el número de identificación de cada prisionero. Había orden y un olor a limpio que contrastaban con el caos y la fetidez permanente que flotaba en Orletti. Uno a uno fueron revisados por un médico que les prescribió medicamentos para paliar los padecimientos más urgentes, sobre todo antibióticos, ya que todos habían empezado a desarrollar infecciones. El médico constató que el parto de Sara era reciente y que estaba muy debilitada; le ordenó inyecciones de hierro y reposo absoluto. Luego pasaban a otra habitación donde, burocráticamente, se les solicitaban datos personales: nombre, edad, fecha y lugar de detención, etcétera. Ella había escuchado claramente la voz de Gavazzo, y después de responder el absurdo cuestionario preguntó por su hijo. Hubo un instante de desconcierto, hasta que le respondieron que en ese momento no había ningún oficial presente y que sólo alguno de ellos, al día siguiente, podría contestarle. Sara comprendió que no querían darle información en ese momento, y no insistió.
Poco después de llegar se les distribuyó el primer alimento que recibían desde que habían sido secuestrados, con excepción de las sobras del banquete con el que los argentinos festejaron la muerte de Santucho. Era una crema de leche. Las llaves de las esposas de Sara se habían extraviado, y entonces alguien se la dio en la boca, cucharada a cucharada. Tragaba con desesperación aquel alimento tibio y dulce mientras asociaba todos los elementos que había percibido en las últimas horas: la duración del viaje; los uniformes; la pulcritud del lugar; la atención médica; los ponchos; y ahora esta crema que la reconfortaba como si estuviese naciendo de nuevo. Sí, era eso. No tenía la certeza de estar en Uruguay ni de haber salvado la vida, pero por lo menos en ese momento estaba resucitando bocado a bocado, y lo disfrutó como si estuviese recibiendo el manjar más exquisito y delicado.
Esa misma noche todos pudieron tomar una ducha caliente, aunque bajo la vigilancia permanente de un guardia. Sara quedó para el final. Seguían sin encontrar las benditas llaves de las esposas. Cuando lograron quitársela la llevaron hasta el baño. Intentó sacarse la ropa, pero no pudo: los músculos de sus brazos no le respondían. El derecho estaba completamente insensible y paralizado, y el izquierdo apenas lo podía mover. Era uno de los efectos de las colgadas que padeció en Orletti. Durante mucho tiempo haría ejercicios para recuperar la capacidad en su brazo derecho, pero nunca lo lograría completamente. Resignada, le pidió al guardia que llamara a alguna compañera para que la auxiliara, pero el soldado contestó que era imposible porque podrían comunicarse, lo que estaba prohibido. Luego de unos segundos de desconcierto se ofreció para ayudarla. Sara aceptó. El hombre le quitó la ropa y, mientras la bañaba, conmovido por las marcas de aquel cuerpo lacerado, lloró en silencio. Sara nunca pudo agradecer el respeto con que se sintió tratada en ese momento, Muchos años más tarde sabría que apenas unos meses después del episodio el soldado pidió la baja y abandonó el ejército.
Era de madrugada y el resto de los prisioneros dormía a pesar de la radio encendida, permanentemente sintonizada en CX 28, Radio Imparcial, Las sensaciones de aquella primera noche de resurrección quedaron grabadas para siempre en la memoria de Sara. Estaba tendida en su colchoneta, cubierta con una manta militar. Lentamente comenzaba a reconocer de nuevo su cuerpo, a recuperar sensibilidad en las manos. Pero se sentía extraña, muy extraña. Pensó que tal vez fuese el traslado, el efecto del baño o la sensación inusitada de dormir bajo un abrigo. Pero de pronto comprendió: era la primera noche, después de... ¿cuántas?... en que no escuchaba los gritos de los torturados. Y recordó, uno a uno, a los que habían quedado en Orletti.
 A la mañana siguiente, después del desayuno, fueron formados en fila, cada uno delante de su respectivo camastro. El oficial “301”, quien dijo estar a cargo de ellos, les hizo una suerte de discurso de “bienvenida”: les informó que estaban en territorio uruguayo, en un centro de detención de seguridad de las Fuerzas Conjuntas y que podían considerarse formalmente prisioneros. Esto significaba - dijo - que-acababan de resucitar, porque “allá” la historia hubiese sido otra. Debían estar agradecidos al sentido humanitario del ejército nacional que había decidido el traslado a pesar de los riesgos que implicaba. Recibirían atención médica, comida, abrigo y podrían ir al baño. Pero les advirtió que no se confundieran; ese lugar no era un colegio de monjas. Deberían cumplir estrictamente un reglamento como en cualquier cárcel; serían “interrogados” cuantas veces fuese necesario y, sobre todo, estarían permanentemente bajo vigilancia de personal armado con orden de tirar ante cualquier desorden.
En los primeros de los casi veinte días que pasaron allí los prisioneros fueron recuperando energías y, sobre todo, ánimo. No los torturaban, los alimentaban bien y les permitían ir al baño y ducharse diariamente. Aún no sabían dónde estaban realmente ni qué sería de ellos. Algunos intentaban tirarle de la lengua a sus guardias cada vez que tenían la oportunidad, y Margarita Michelíni tuvo suerte: le preguntó a un soldado qué estaba pasando, por qué los trataban tan bien. El guardia pareció sorprenderse: ¿no sabían que se irían al exterior? El que interpeló Sara, sin embargo, proporcionó otra explicación: la modalidad militar uruguaya de intentar obtener información mediante torturas era mucho más científica que la argentina. Aquellos eran “unos asesinos”, y confesó que se arrepentía de haber aceptado ir “allá”, que todavía estaba afectado por las escenas que había presenciado, tanto que debía someterse a tratamiento psiquiátrico: “Acá la cosa es diferente —continuó en un tono que se pretendía confidente—; se tortura, pero sólo para obtener información. La vida del prisionero se cuida. Pero eso sí, se vuelve a la máquina cuantas veces sea necesario. Acá cantás o te volvés loco”. Ese mensaje supuestamente humanitario era en realidad amenazante e intimidatorio, y formaba parte de una táctica perfectamente orquestada por la oficialidad que se aplicó a todos los detenidos. Quien más la usó fue “301”; cada pocos días reiteraba con algunas variantes su primer discurso, recalcando que estaban allí gracias al alto sentido humanitario de las Fuerzas Armadas uruguayas y que por lo tanto debían cooperar.
Sara no sabía qué creer. Quizá era cierta la versión que había recibido Margarita. Y en ese caso, pensaba, Simón sería un capitulo de la negociación.
Cuando recuperaron parte de sus fuerzas comenzaron a ser torturados, aunque recibían un trato menos bestial que en Orletti. Las sesiones eran supervisadas por un médico que, si era necesario, las interrumpía o aconsejaba un descanso de uno o dos días, hasta que el prisionero recobrara fortaleza.
Los detenidos permanecían con los ojos vendados, pero de una u otra manera se las ingeniaban para comunicarse entre sí aprovechando las distracciones de los guardias. Ninguno daba crédito a los discursos de “301”. y no creyeron que estaban en Uruguay hasta que obtuvieron una prueba irrefutable: la radio, pensaban, podía ser una grabación, o quizá la captaban desde algún lugar en Argentina; no era prueba suficiente. Habían salido de Orletti, pero necesitaban puntos de referencia concretos sobre la realidad. ¿Qué les aseguraba no haber llegado a un lugar que finalmente resultara aun peor, si eso fuese posible? En una de sus primeras idas al baño Sara encontró un envase de Pulidor Bao, pero pensó que podía estar colocado allí como un elemento más del engaño. Siguió investigando todo lo que tenía a su alcance, hasta que encontró una botella. El tapón había sido improvisado con un trozo de papel. Sara lo quitó y lo desplegó; era parte del suplemento dominical color sepia que en ese entonces publicaba el diario uruguayo El Día. Mientras el guardia golpeaba la puerta dándole la señal de que debía salir del baño, Sara dejó todo como lo había hallado. Pensó que ese detalle era demasiado pequeño para ser artificial, y se convenció de que realmente estaban en Uruguay. La noticia demoró muy poco en recorrer todos los colchones.
El baño era el único lugar donde las detenidas tenían algo de privacidad; los guardias les permitían entornar la puerta. Sara aprovechaba cada vez para investigar lo que podía. Fue así como un día descubrió una pollera “portafolio” que ella había usado durante su embarazo y que solía compartir con María del Pilar Nores cuando ambas vivían en el mismo local, en Buenos Aires, También identificó como perteneciente a Nores una ropa interior lavada y colgada en el baño. Comprendió que Nores estaba en esa casa, y sabía que no era una de las presas. María del Pilar había desaparecido extrañamente, después de recibir una citación del director del correo donde la organización alquilaba una casilla postal. Eso había sucedido el mismo día en que secuestraron a Gerardo Gatti. Al regresar a la habitación común Sara intentó contarle a Asilú, vecina de colchón, lo que había descubierto. Pero un guardia las descubrió y fueron castigadas: estuvieron toda la noche de plantón.
Al día siguiente se sumó otra prueba: estando en posición horizontal Sara vio pasar entre los detenidos las características piernas de Nores, piernas gruesas, fuertes, del tipo “maceta”, y pudo identificar perfectamente los zapatos: era Nores. Después, ella y otros la verían haciendo guardia o trayéndoles algo de comer o de beber a los soldados, y confirmarían también su presencia en la sede de la inteligencia militar, en Bulevar Artigas y Palmar, donde además descubrirían colaborando al hermano de Nores, Alvaro, quien trabajó en la cocina, y al “Gallego” José Díaz, que fuera compañero de Elena Quinteros hasta su desaparición. Díaz había sido secuestrado en Buenos Aíres la misma noche que los demás y repatriado con todo el grupo. Ya en la casa de Punta Gorda muchos habían comenzado a sospechar que estaba colaborando, y durante una sesión de tortura e interrogatorio a Sara le pareció escuchar su voz, tenue, dentro de la habitación. La tortura se interrumpió de inmediato y la regresaron a su camastro. Era la hora del almuerzo. Un brazo se extendió y le alcanzó un plato. En ese mismo momento, en la radio empezaron a sonar los primeros versos de “Palabras para Julia”, el poema de Agustín Goytisolo en la voz de Paco Ibáñez:
Tú no puedes volver atrás
 porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable
interminable

Te sentirás acorralada
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido
 no haber nacido
 
Pero tú siempre acuérdate
 de lo que un día yo escribí
 pensando en ti, pensando en ti
 como ahora pienso.
 
La vida es bella, ya verás
cómo a pesar de los pesares
 tendrás amigos, tendrás amor
 tendrás amigos.
 
Un hombre solo, una mujer
 así tomados, de uno en uno
 son como polvo, no son nada
 no son nada.
 
Entonces siempre acuérdate
 de lo que un día yo escribí
 pensando en ti, pensando en ti
 como ahora pienso.
 
Otros esperan que resistas
 que les ayude tu alegría
que les ayude tu canción
entre sus canciones.
 
Nunca te entregues. ni te apartes
 junto al camino, nunca digas
 no puedo más, y aquí me quedo
 y aquí me quedo
No sé decirte nada más
pero tú debes comprender
que yo aún estoy en el camino
en el camino.
 
Recordó a Elena Quinteros, su amiga íntima, y lloró por primera vez desde la noche en que la habían secuestrado.
Estuvieron allí entre 15 y 20 días. Sabían que en Buenos Aires habían sido secuestrados para luego sufrir el mismo destino que los demás desaparecidos, y que si los militares los conservaban con vida era porque pretendían obtener algo de ellos, algo que aún no les había sido revelado. Seguramente esperaban mantenerlos en ese lugar hasta que sus planes estuviesen a punto, pero algunos hechos imprevistos les hicieron desistir de esa idea. Ciertos miembros paramilitares del comando no habían respetado la orden de ocultar las armas largas al entrar o salir de la casa, y más de un vecino los había observado; demoraron en percatarse de que ciertos papeles incriminatorios eran arrojados en las bolsas de basura doméstica, lo que podía sembrar pistas sobre la ubicación de la casa (encargaron a María del Pilar Nores la tarea de verificar que no salieran elementos de ese tipo con los desperdicios); en una oportunidad en que regresaba de hacer algunas compras, Nores advirtió a los oficiales que en la rambla había una pareja que podía estar vigilando la casa (minutos después, varios patrulleros detuvieron a los jóvenes); y la gota que desbordó el vaso fue un apagón durante la noche: dentro de la casa la oscuridad era total y nadie sabía qué hacer. El capitán Silveira estaba torturando y fue el más afectado por la situación: gritaba histéricamente que mataran a cualquier prisionero que se moviera de su lugar, que consiguieran linternas, faroles, cualquier cosa. Linternas no había y los faroles no tenían combustible. Fueron minutos de extremo nerviosismo, y la tranquilidad recién volvió con la luz.

Al día siguiente, a mediados de agosto, fueron trasladados a la propia sede del Servicio de Inteligencia de Defensa (SID), a pocas cuadras del Centro de Montevideo.

Washington. 4 de agosto de 1976. El Senado de Estados Unidos continuaba discutiendo la enmienda Koch, y varios legisladores habían solicitado escuchar las informaciones y opiniones del Departamento de Estado sobre la situación en cada uno de los países a los que se recomendaba suspender la ayuda militar En la sesión de ese día, funcionarios del Departamento de Estado afirmaron en el Senado que “el Uruguay es uno de los países que están en peligro de [sufrir una] invasión armada, ya que fue sorprendida en Montevideo una célula terrorista de elementos uruguayos que había ingresado clandestinamente al país desde Buenos Aires, y que planeaba cometer una larga serie de atentados y actos de sabotaje”.
 
Montevideo. 5 de agosto de 1976. El contralmirante Sanjurjo entró al ESMACO como un huracán: no respondió a ninguno de los saludos que le dirigieron los subalternos entre la puerta del edificio del Estado Mayor y su oficina. Pidió a su secretario que lo comunicara inmediatamente con el embajador Siracusa. Estaba furioso, pero antes de liberar su ira debía confirmar la información que había recibido esa mañana de la embajada uruguaya en Washington. Era obvio que lo habían utilizado como a un simple peón en el tablero continental; y no sólo a él, sino a las Fuerzas Armadas uruguayas haciéndoles jugar un papel de militares bananeros. Levantó el tubo apenas sonó el teléfono.
— Señor embajador?
—Un momento, por favor —le respondió una voz femenina que lo dejó escuchando una melodía desconocida.
—Buen día contralmirante. ¿Cómo está?
—Mire, embajador, el horno no está para bollos, así que explíqueme qué dijeron en Washington.
—Por favor, contralmirante, no se ponga nervioso. Ellos saben lo que hacen.
—Pero, i cómo van a anunciar detenciones que todavía no se produjeron oficialmente! Nos están poniendo en ridículo! Usted sabe perfectamente que esto no es Centroamérica.

Ernest Siracusa, nacido el 30 de noviembre de 1918 en California, se graduó en la Universidad de Stanford en 1940 y completó un postgrado en economía en el Instituto Tecnológico de Massachussets en 1949. Fue funcionario del Departamento de Estado a cargo de asuntos de América Central, Panamá y Brasil y se desempeñó como asesor de asuntos políticos en varias representaciones diplomáticas de Estados Unidos, entre las cuales México, Guatemala (donde participó en el golpe que derrocó al presidente Jacobo Arbenz), Argentina y Honduras. Entre 1963 y 1969 fue “Consejero, subjefe de la misión” en la embajada en Perú. En esa época el general Velasco Alvarado, entonces presidente de ese país, solicitó a Estados Unidos su remoción de la embajada acusándolo de agente de la CIA. Continuó su carrera en la Paz, Bolivia, donde fue embajador entre 1969 y1973 (periodo durante el cual fue derrocado el general Juan José Torres). Luego fue designado con el
mismo cargo en Uruguay, función que desempeñó hasta 1977.
 El embajador quedó un momento en silencio, tratando de dominar el desprecio que sentía por aquel militarucho arrogante. Hizo girar su silla y quedó enfrentando el amplio ventanal que daba sobre el Río de la Plata. Clavó la vista en un barco pesquero que salía del puerto y enfilaba hacia el sur.
—Es usted, contralmirante, quien no sabe cómo es Centroamérica. En cuanto a este asunto, ya habíamos convenido que yo me encargaría de mover mis contactos en Washington. Eso es lo que hice. Lamento que no comprenda que en este episodio está en juego mucho más que la ayuda militar a sus Fuerzas Armadas a las que, por otro lado, estamos intentando salvar utilizando todas nuestras influencias. Era necesario ensayar un golpe espectacular en el Senado, y éste nos pareció adecuado.

—Nosotros resolvimos montar esta operación para influir estrictamente en lo que concierne a Uruguay. En ningún momento hablamos sobre los aspectos generales. Usted sabe que estamos todos de acuerdo en que el Parlamento de su país está siendo manipulado por irresponsables o algo peor, pero tomar iniciativas unilaterales pone en peligro todo el operativo.
—Escuche, contralmirante, la lupa del Senado no es tan poderosa como usted se la imagina. Además, Uruguay es un país muy chiquito y está muy lejos de Washington; allá nadie va a reparar en una pequeña diferencia de fechas. Ustedes hagan lo que tienen que hacer y cuanto antes mejor. Los plazos parecen acortarse más de lo que esperábamos.
Víctor Sanjurjo escuchó cómo el embajador colgaba el auricular sin siquiera esperar una respuesta. Dejó el teléfono y pensó que habría que matar a ese hijo de puta de Koch.
A principios de marzo de 1993 el periodista estadounidense Martín Edwin Andersen —que fuera corresponsal de The Washington Post y Newsweek—. publicó un libro en su país, Dossier Secreto, en el que reveló, entre otros entretelones de los golpes de Estado de los años setenta en Argentina y Bolivia, que en 1976 los militares uruguayos habían montado un plan para asesinar al senador Edward Koch. La información trascendió en 1977, cuando el demócrata Jimmy Carter sustituyó en la presidencia de Estados Unidos al republicano Gerald Ford, y designó a Patricia Derian como subsecretaria para asuntos de derechos humanos en el Departamento de Estado. Derian obtuvo un informe de la CIA en el que constaba que en 1976 dos funcionarios uruguayos en Washington, el agregado militar de la embajada y el delegado ante la Junta Interamericana de Defensa, habían amenazado de muerte al senador Koch durante un cóctel. El 30 de marzo de 1977 Pat Derian se entrevistó con Siracusa en Buenos Aires y le pidió explicaciones sobre la invitación que había cursado a Koch unos meses antes para que visitara Uruguay. El embajador contestó que lo había hecho porque nadie le informó sobre la existencia de una amenaza, y a la pregunta de qué posibilidades había de que los militares uruguayos ensayaran la operación en Estados Unidos, respondió que hacer algo así en Washington, según el modelo que se aplicó en el asesinato de Orlando Letelier excanciller de Salvador Allende, habría implicado reforzar la misión mi litar uruguaya en esa ciudad. En su informe al presidente Carter, Derian acusó a la CIA de haber incomprensiblemente subestimado las amenazas recibidas por Koch y recomendó mantenerse alertas acerca de las intenciones de la dictadura. El gobierno de Estados Unidos había solicitado a su par uruguayo que relevara de sus cargos a los dos fincionarios implicados. Poco después de la entrevista entre Derian y Siracusa, la cancilleríaa propuso dos nombres: el coronel José Fons, para la Junta Interamericana de Defensa, y el mayor José Gavazzo para la embajada. Sólo la firme oposición del gobierno de Carter a aceptar esas designaciones evitó que se consumara el intento de homicidio. En mayo de 1977 viajó a Estados Unidos el general Luis Vicente Queirolo para desempeñar simultáneamente ambos cargos.
El 29 de setiembre el Senado estadounidense aprobó la enmienda Koch y el gobierno de Gerald Ford debió promulgada. Quedaba pendiente la nómina de países a los cuales se les aplicaría la sanción.
 
—Todos de pie y en posición de firmes! —gritó el mayor Gavazzo entrando a la gran sala del SID donde habían sido colocados los prisioneros repatriados. Los pasos del militar resonaban en el piso de madera del salón. Los detenidos estaban dispuestos como en la casa de Punta Gorda, con colchones en el piso y contra las paredes de la habitación ubicada en el subsuelo. Había unas ventanas pequeñas con sus postigones exteriores cerrados. En uno de ellos había saltado un nudo de la madera. Por allí se filtraba un compacto haz de luz matinal que se recortaba en el aire como si fuese sólido.
—Ustedes ya saben quién soy, así que pueden sacarse las vendas si quieren dijo, paseándose lentamente de un lado a otro de la sala.
Gavazzo experimentaba un orgullo desbordante cuando se identificaba ante los prisioneros. Le provocaba un hondo sentimiento de superioridad e imaginaba que ante su sola presencia los detenidos temblaban de terror. Y así era como los prefería.
—Soy el mayor Gavazzo. Como ya les dijo “301”, le deben la vida al sentido humanitario de las Fuerzas Armadas uruguayas, así como el correcto tratamiento que están recibiendo. ¿Alguno de ustedes quiere volver a Buenos Aires? Estamos a tiempo de arreglarlo.
Hizo una pausa y fue mirando a cada uno a los ojos, desafiante, omnipotente.
—Bien; eso está muy bien. Nos vamos entendiendo —agregó, retomando su paseo por el centro de la sala y poniendo sus manos en la espalda.
Por fin, Gavazzo explicó cuál sería la contrapartida de tanta “generosidad”. El plan consistía en que todos debían firmar un documento en el que confesaban haber fingido ser secuestrados en Buenos Aires. La fábula continuaba con un supuesto desembarco clandestino en la playa de la Agraciada, emulando la gesta libertadora de los 33 Orientales iniciada el 19 de abril de 1825 de esa misma manera y en ese mismo lugar. Les recordó que la organización a la que pertenecían aún tenía en su poder la bandera que aquel grupo había clavado al desembarcar en suelo uruguayo, hecho que en la cabeza del militar parecía ser el broche de oro que otorgaba credibilidad a todo el cuento. Advirtió que si alguien se negaba a firmar la confesión sería devuelto a la Argentina sin más trámite, y quienes aceptaran, serían juzgados como el resto de los “sediciosos”, con penas diferenciadas: asociación subversiva para los más “pesados” y asistencia a la asociación, con una pena más leve, para los demás. Gavazzo no sólo tenía potestad para adelantar el fallo de la justicia militar, sino también para negociar la condena que el tribunal castrense les aplicaría: ofreció la mínima para los dos delitos.
—No olviden que nadie sabe que están acá. Oficialmente ustedes no existen como prisioneros. Los que estén en contra de cooperar permanezcan de pie; los demás pueden sentarse.
Todos se sentaron.
Lo primero que hicieron fue ubicarse espacialmente. La sala donde estaban tenía una puerta sobre un largo corredor que partía hacia la izquierda, doblaba en ángulo recto hacia la derecha y conducía a los baños que estaban al fondo. Frente a la sala, del otro lado del corredor, estaba el comedor de los oficiales que se comunicaba con la cocina. En el comedor solían jugar a las cartas y conversar los guardias ociosos, y había un teléfono, detalles que a los prisioneros les resultaron formidables fuentes de información. A poco de llegar, desde ese teléfono un guardia solicitó una ambulancia “para una reclusa”, y así se enteraron de que en la planta alta estaba detenida una mujer embarazada. Un par de días después veían pasar los biberones desde la cocina hacia el piso de arriba, pero nunca pudieron ver a la prisionera.
Muchos años después, ya al fin de la dictadura, Julio César Barboza, un soldado que revistó en el SID durante algunos meses y luego abandonó el ejército, aportaría valiosa información de primera mano a la justicia, los organismos de defénsa de los derechos humanos y a la propia Sara. Barboza confirmó que había en ese momento una prisionera embarazada en el piso superior y que dio a luz en el Hospital Militar; aunque él nunca supo el sexo del recién nacido. No pudo identificarla entre las fotos de desaparecidas embarazadas uruguayas y argentinas que le exhibieron, y nunca tuvo certeza de cuál había sido su destino. Sí confirmó que cuando todos los “repatriados” habían abandonado el SID, la joven fue ubicada en la sala del subsuelo. Poco después percibió un gran malestar entre algunos guardias. En su opinión, se había decidido asesinar a la prisionera. Barboza relató que el encargado de restablecer la disciplina fue “301 “, quien en una conversación con miembros de la guardia argumentó que “a veces no hay más remedio que hacer cosas embromadas”.
 Durante los dos días siguientes los secuestrados intentaron por todos los medios colectivizar la reflexión sobre la propuesta de Gavazzo. Había acuerdo general en aceptarla, aunque faltaba ver exactamente de qué se trataba. El tratamiento permanecía incambiado: recibían alimentos y tenían acceso al baño. Las sesiones de tortura también continuaban.
Los primeros en ser conducidos a la oficina de “306” — capitán Martínez— fueron Raúl Altuna, Margarita Michelini y Enrique Rodríguez Lai’reta (hijo). El oficial les presentó, ya redactada, la confesión que debían firmar. Se pretendía hacerles aceptar, entre otras cosas, que habían fingido ser secuestrados en Buenos Aires, para, en realidad, ingresar clandestinamente a territorio uruguayo cumpliendo la primera fase de un vasto plan que incluía asesinatos, sabotajes y atentados con explosivos. A la vez, debían admitir que las campañas de denuncias en el exterior sobre secuestros y desapariciones de uruguayos en Argentina no tenían fundamento y eran apenas otro aspecto del mismo plan. Después de leer el documento los tres se negaron a firmarlo. Argumentaron que, más que una confesión, ese texto era una acusación contra sus compañeros del exterior. Estaban dispuesto a inculparse de lo que fuera, pero no a participar en una maniobra de desprestigio contra las organizaciones de uruguayos en el exilio. Y, aunque no lo dijeron, porque sabían que esas denuncias eran quizá lo único que se interponía entre sus compañeros secuestrados que habían quedado en Buenos Aires y la muerte.
306” quedó desconcertado. Llamó por teléfono a Gavazzo y le contó lo que estaba sucediendo. Durante esa tarde no hizo pasar a ningún otro prisionero a su despacho. Pero a la noche, cuando ya ¡as luces habían sido apagadas, Gavazzo entró a la sala como una tromba. Estaba completamente fuera de sí. Les ordenó que se pusieran de pie. La violencia que emanaba de la figura de Gavazzo era de tal intensidad que hasta la propia tropa temblaba en ocasiones como ésa. Los insultó durante varios minutos y amenazó con matarlos a todos con sus propias manos si continuaban negándose a firmar las confesiones, recordándoles que oficialmente estaban desaparecidos y que sus vidas no valían nada. Finalmente ordenó que se llevaran a Altuna y a Michelini; los acusó de haber promovido el rechazo entre el resto de los prisioneros y dijo que los iba a fusilar inmediatamente. Edelweis Zahn, que integraba el grupo de los “repatriados”, se desplomó desmayada, y el propio Gavazzo la hizo volver en sí a cachetazos.
Sara estaba muy cerca de Altuna y Michelini, y escuchó cómo el guardia les hablaba mientras los esposaba a la espalda para llevárselos. Con miedo y desesperación en la voz, les rogaba que recapacitaran, les recordaba que tenían hijos y les pedía que no se dejaran matar por eso. En ese instante, nadie, ni los presos ni la guardia, dudaba que Gavazzo cumpliría su amenaza.
Algunas horas después varios soldados regresaron cargando a Altuna y Michelini. Ambos habían sido salvajemente torturados por el propio Gavazzo. Aunque aliviada al ver que sus compañeros seguían con vida, Sara no pudo dormir esa noche, ahogada por un sentimiento de culpa. Se preguntaba por qué ninguno de ellos había intentado impedir lo que todos pensaban que iba a suceder; ¿por qué, por lo menos, nadie había gritado que esos asesinatos no serían silenciados? Sabía que si mataban a alguno de ellos la lógica indicaba que tarde o temprano todos serían asesinados. Pero nada había que perder con una reacción colectiva que intentara evitarlo.
Octubre de 1976. Las negociaciones entre militares y detenidos avanzaban lentamente. Algunos prisioneros habían llegado a la conclusión de que la propuesta era sólo un engaño, que los necesitaban para algo que aún ignoraban y maniobraban como podían para conceder lo menos posible. Otros no compartían esa sensación. En los primeros días de octubre se concretó un acuerdo: todos aceptaron cooperar en el montaje de un supuesto operativo de invasión a cambio de que fuesen reconocidos públicamente como prisioneros. lo que, en esas circunstancias, parecía la única forma de conservar la vida. Mantenían, sin embargo, su negativa a declarar que se habían autosecuestrado en Buenos Aires. Serían “juzgados” por tribunales militares y recibirían la pena mínima para cada uno de los delitos ¿fue se les tipificaran.
A partir de entonces, mientras se instalaba cierta cotidianidad, los presos y algunos guardias fueron tejiendo una relación más o menos flexible y, en algún caso, hasta de confianza. Uno de los soldados, por ejemplo, llegó a traer fotos de su familia que exhibió, orgulloso, a todos los que quisieron verlas. Y también había un cabo veterano que recogía obsesivamente todas las colillas que encontraba para luego entregárselas a una de las detenidas, Ana María Salvo. El cabo no fumaba, y agregaba las hojillas que compraba con su propio dinero. Después de cada comida Ana deshacía los puchos, armaba cuatro o cinco cigarrillos y los repartía entre los fumadores que recibían aquel tabaco como una bendición. Varios soldados se percataron de lo que hacía el cabo y, en vez de tirarlas, le entregaban sus propias colillas.
Para Sara esa era otra diferencia con Orletti: no todo era pura maldad; recibían gestos mínimos de solidaridad humana, aunque nunca provenientes de la oficialidad. Esa actitud, cuando existía, no se dirigía exclusivamente a ellos, los presos políticos. Lo comprobó una noche en que llegaron varios detenidos nuevos que comenzaron a ser torturados inmediatamente. Ella y sus compañeros manifestaron inquietud por saber de qué se trataba, hasta que un guardia les informó que eran administrativos de las Fuerzas Armadas que estaban acusados de haber montado una estafa con las liquidaciones de los sueldos de la tropa: les descontaban más de lo debido y se embolsaban la diferencia. Las sesiones de tortura duraron poco porque confesaron rápidamente. Todos ellos fueron colocados de plantón en la misma habitación que los presos políticos. El viejo cabo estaba de guardia esa noche y como los demás había sido uno de los perjudicados por la maniobra dolosa. Contradiciendo la orden superior, el cabo pidió a los otros detenidos que cedieran algunos ponchos Con los que improvisó un par de camas donde permitió que los estafadores descansaran por turnos.
El “afloje” en el trato cotidiano se extendió a la tortura. Durante varios días los prisioneros descansaron y recobraron fuerzas. Hasta que una indiscreta conversación mantenida en el teléfono del vecino comedor les reveló que estaba en camino un grupo de oficiales argentinos. Llegaron ese mismo día. Los prisioneros los distinguían de los oficiales uruguayos por sus zapatos bien lustrados y sus pantalones de corte impecable. Pasearon lentamente por la sala, observaron a los detenidos uno por uno, con ritmo de zoológico, y se fueron sin emitir un solo sonido.
Habían pasado dos o tres días de la visita cuando supieron por el bendito teléfono que ahora se preparaba un viaje de oficiales uruguayos a Buenos Aires. Poco después notaron la ausencia de la mitad de la oficialidad que veían habitualmente y de algunos soldados. Era una nueva redada. Entre fines de setiembre y principios de octubre de 1976, unos cuarenta uruguayos serían declarados desaparecidos en Buenos Aires, casi todos vinculados al PVP.
Sara intuyó que una nueva oleada de secuestros provocaría más necesidad de información, y que posiblemente recomenzarían las sesiones de tortura. Como al resto de los prisioneros, la idea de volver a ser torturada le resultaba insoportable. Fue para ella el período más difícil en ese aspecto. Hasta entonces había asumido una actitud que le parecía la más simple: no decir absolutamente nada. Era blanco o negro. Pero en ese momento comenzó a considerar los grises, y eso le generó muchas contradicciones. Las sesiones de tortura tienen un efecto acumulativo: cada una es peor que la anterior. Ya se conocen sus consecuencias y se produce un agotamiento progresivo de la capacidad de resistencia ante el dolor. La única forma de evitar la tortura, o intentar reducir su intensidad, era crear la impresión en sus verdugos de que estaba quebrada, de que había empezado a “aflojar”. Pero Sara no podía fingirlo sin antes haber elaborado cuidadosamente “su” personaje del colaborador. Esa perspectiva la aterrorizaba; temía no poder controlar todas las facetas del juego y era consciente de que estaría sometida a enormes tensiones psicológicas. Un debate se había instalado en su conciencia: por un lado, su instinto de conservación le exigía la creación de ese personaje; por otro, le causaba pánico perder la total certeza de que callaría las cosas que verdaderamente conocía y no quería revelar. Estaba cavilando al respecto cuando el hecho se produjo sin premeditación. Su intuición se confirmó plenamente. La estaba torturando el entonces capitán Jorge Silveira, y Sara decidió identificar un vehículo de su organización en Buenos Aires. Sabía que el dato no perjudicaría a nadie: el automóvil era conocido sólo por ella y Mauricio, y ambos habían decidido abandonarlo antes del secuestro ya que no lograban recordar si habían o no hablado de él delante de María del Pilar Nores.
Por la reacción que tuvieron los interrogadores supo que hasta ese momento los militares ignoraban la existencia de ese vehículo. Se dio cuenta de que ya estaba en el baile, y ahora debía bailar. Tenía que dar la impresión de que ese dato —cierto pero inútil— podía ser la punta de una madeja más prometedora. El interrogatorio cambió de signo; ahora era ella quien lo manejaba. Alternadamente, fingía arrepentimiento por haber “cantado” diciéndoles que no continuaría colaborando, para luego simular otra vez debilidad y sumisión. Cuando la sesión de tortura terminó y la dejaron tirada en el suelo, Sara pensó rápidamente; debía darles una razón creíble que justificara su cambio de actitud, de lo contrario, podrían desconfiar. Recordó que una vez Gavazzo había comentado, sin saber que ella lo escuchaba, que no lograrían sacarle nada, y que hubiese sido mejor matarla en Buenos Aires. El capitán Silveira hablaba con él en otra habitación. Sara no podía entender lo que decían, pero le pareció que el tono de Gavazzo era de escepticismo. Se jugó la última carta, la que había preservado hasta entonces para no darles la posibilidad de que la usaran en su contra; decidió hacerles creer que daba información a cambio de su hijo. Cuando el capitán Silveira regresó, Sara completó su actuación preguntándole si en retribución le darían información sobre Simón. Hubo un corto silencio que a Sara le pareció eterno, y luego Silveira le contestó que si continuaba hablando probablemente lo hicieran.
A partir de entonces, y durante varios días, Sara comenzó a debatirse en una tormenta de contradicciones personales. Había expuesto su flanco más débil en una batalla que debía pelear minuto a minuto y en la que sus captores tenían todas las ventajas. Un flanco que, con excepción del día en que llegó a la casa de Punta Gorda, donde preguntó por primera vez por Simón, había logrado ocultar. Pero ahora era ella misma quien voluntariamente lo introducía como un elemento de negociación. Era una jugada racional, pero desesperada. Les proporcionaba un elemento que podían utilizar en su contra, pero agregaba realismo a la actuación. Necesitaba imperiosamente ganar tiempo. Calculaba que demorarían una semana en comprobar la información y descubrir que era un callejón sin salida. Según el cronograma que les habían anunciado, para ese entonces ya los deberían estar mostrando a la prensa y no podían exhibirlos demasiado maltrechos. Se trataba entonces de ganar unos días, días que fueron para Sara un verdadero suplicio; si averiguaban la verdad antes de lo previsto los militares reaccionarían redoblando el castigo.
Además de soportar esa incertidumbre Sara se desgastaba enormemente intentando controlar la presión psicológica que le exigía su papel de “haber aflojado”. Por momentos se preguntaba si realmente manipulaba la situación o si su peligroso juego de equilibrista sin red la había cambiado de verdad. Fueron esos, sin duda, algunos de sus días más angustiantes.
Sólo bajaría la guardia cuando, al cabo de unos diez días, se efectuó el operativo de Shangrilá.
Poco antes, Gavazzo propuso inesperadamente una variante al acuerdo inicial. La oferta consistía en que quienes aceptaran aparecer firmando solicitadas en el diario El País donde declararían que las denuncias sobre sus secuestros en Buenos Aires eran falsas, ya que se encontraban viviendo libremente en Montevideo, recibirían un trato preferencial. Y se abrió una lista de aspirantes a este otro acuerdo. No hubo posibilidad de discutir colectivamente una posición y, en definitiva, cada uno tomó su propia decisión. Varios se anotaron en la lista, y los militares seleccionaron a cinco de ellos; Raquel Nogueira Paullier, Raúl Altuna, Margarita Michelini, Eduardo Dean Bermúdez y Enrique Rodríguez Larreta (hijo). A cambio, estos prisioneros no pasarían por la justicia y se les aplicaría “sólo” uno o dos años de detención clandestina en el SID, aunque con un régimen de privilegio comparado con el de las cárceles formales; las parejas podrían permanecer juntas, recibirían comida “normal”, podrían ver a sus familiares bajo vigilancia en parques o lugares públicos, tener libros, estudiar y escribir a sus seres queridos.
Para mediados de octubre los preparativos de la fingida invasión estaban casi terminados. El personal militar que participaría había sido cuidadosamente seleccionado entre los incondicionales, particularmente los hombres y mujeres que representarían el papel de los “terroristas” que serían “apresados” en pensiones y hoteles céntricos. Algunos de ellos habían viajado desde Buenos Aires con documentos falsos para que esos nombres, los mismos que utilizarían en los hoteles, quedaran registrados en Migraciones. Varias mujeres militares que suplantarían a las secuestradas durante el operativo concurrieron al SID y hablaron un rato con las prisioneras, quienes entonces ignoraban cuál era el objeto de esas charlas banales. Un oficial del SID había alquilado un chalé en Shangrilá —un balneario a pocos kilómetros de Montevideo— bajo una falsa identidad. Allí serían “descubiertos” otros “terroristas”, Sara entre ellos. Para levantar sospechas entre los vecinos de que “algo raro” sucedía en esa casa, unos días antes del operativo militares de civil llevaron hasta el lugar a tres de los secuestrados, dos hombres y una mujer, quienes fueron obligados a sentarse durante un rato en un murito, bien a la vista, y luego debieron bajar unos bultos de un vehículo. Después, los prisioneros supieron que los propios militares habían efectuado otros movimientos similares con el mismo objetivo.
25 cje octubre de 1976. Esa mañana los cinco de Shangrilá —Asilú Maceiro, Elba Rama, Ana Inés Quadros, Sergio López Burgos y Sara— fueron despertados más temprano que habitualmente y conducidos a otra habitación. Al promediar la mañana se iniciaron los movimientos. Los cinco “terroristas” y tres militares vestidos de civil y armados con metralletas se distribuyeron en dos vehículos que salieron del SID rumbo al este. Se detuvieron primero en una feria y obligaron a Elba Rama a comprar lo necesario para una ensalada. Más adelante fue el turno de Sara: bajo la vigilancia de uno de los guardias entró en una carnicería y compró el asado que consumirían ese mediodía.
En Shangrilá los esperaba “301”, quien les describió el operativo detalladamente. No era muy complicado, simplemente hacer un asado en el parrillero ubicado a un costado de la casa y almorzar allí mismo, a la vista de los vecinos. A las cuatro de la tarde debían entrar y esperar a que llegara la tropa.
Les señaló que estarían permanentemente vigilados, y que cualquier intento de fuga sería castigado con la muerte. Por otra parte, la tropa que participaría en el operativo no estaba informada de sus características y lo creía real. Y sobre todo les recordó que el resto de sus compañeros había quedado en el SID, y que sus vidas dependían de la normalidad con que se desarrollara el plan. A continuación, y por enésima vez, “301” les repitió el discurso de la generosidad de las Fuerzas Armadas uruguayas que habían salvado sus vidas, etcétera, etcétera. Cuando terminó, miró a Sara y le dijo:
- “Parece que usted no está muy convencida”.
Todo se desarrolló como estaba previsto: los militares se hicieron cargo de la parrilla y el grupo permaneció fuera de la casa para que los vecinos pudiesen verlo. Hasta intercambiaron algún saludo y le pidieron fósforos al más cercano. Los prisioneros comieron casi en silencio; no confiaban en que sería simplemente un show, pero se daban cuenta de que no podían hacer otra cosa más que jugar el juego. En la sobremesa se generó una conversación que, vista de afuera, hubiese resultado absurda. El oficial a cargo era el capitán de Granaderos Ricardo Medina, amigo personal de Gavazzo, e inició la discusión negando que en Uruguay el ejército sometiera a torturas a sus prisioneros. Algunos de los detenidos le contestaron. Sara no quiso participar en la charla. Sabía que serían los últimos momentos de relativa libertad que tendría en mucho tiempo. Se retiró a la sombra de unos árboles e intentó disfrutarla como si fuese la última vez. Desde allí vio que en el frente de la casa, siguiendo una costumbre de muchos balnearios uruguayos, había un coqueto cartel con el nombre que los propietarios le habían dado al chalé: “Susy”. Cuando faltaban pocos minutos para las cinco de la tarde recibieron la orden de entrar en la casa. Se sentaron donde se les indicó y esperaron. En un momento de distracción de los guardias Sara pudo revisar una caja de cartón que estaba a su lado, y descubrió material de su organización que ella misma había trasladado en Buenos Aires desde un local evacuado hasta la casa donde vivía la familia Julien. Que ese material estuviese en posesión de los militares le confirmó que los Julien también habían caído.
De pronto la calle se convirtió en un infierno; primero llegaron los automóviles con las sirenas abiertas, detrás los camiones y las camionetas. Los soldados saltaban a tierra y tomaban posiciones parapetándose tras los árboles, apuntando sus armas hacia el chalé. Un comando de seis hombres se desplegó cautelosamente cubriendo todas las salidas de la casa. El que parecía dar las órdenes llegó hasta la puerta de entrada; con un rápido movimiento la abrió de una patada y se lanzó al interior metralleta en mano. La puerta se cerró.
Adentro, los prisioneros vieron saltar la cerradura de la puerta y al capitán Pedro Matto que entraba apuntando con su metralleta. El militar cerró la puerta con violencia, se recostó en ella, bajó el arma y estalló en carcajadas. “Esto es una payasada, pero es divertidísimo”, dijo. Se plantó en el centro de la habitación, miró a sus compañeros sonriendo y exclamó: “Bueno, ahora a robar lo que sea posible, como siempre. Si no, ¿quién va a creer que esto fue un allanamiento en serio?”. Matto parecía tener más vocación de cowboy que de militar.
Una hora después, ocho “terroristas” (los cinco secuestrados más los tres militares que fingían ser prisioneros) esposados y encapuchados fueron conducidos a varios vehículos militares bajo la mirada curiosa de los vecinos que, esta vez, pudieron seguir el espectacular procedimiento de cerca, desde más cerca que nunca. Se formó un largo cortejo de automóviles, camionetas y camiones militares que atravesó la ciudad lentamente. El capitán Medina viajaba en el mismo automóvil que Sara. Estaba muy excitado; se había levantado ostensiblemente la venda y relataba todo lo que veía a los otros prisioneros. Hasta que por la radio del vehículo una voz enérgica le ordenó que se colocara correctamente la venda porque “se nota que estás jodiendo”. El caprichoso itinerario incluyó las inmediaciones del Estadio Centenario. Casi a paso de hombre el impresionante convoy se abrió camino a pura sirena a través de los 60 mil espectadores que acababan de presenciar un partido clásico entre Peñarol y Nacional y que regresaban a sus hogares.
Poco después, a la hora de mayor movimiento en el centro de la ciudad, los militares desencadenaron la segunda fase del plan allanando varios hoteles y pensiones provocando una enorme conmoción pública. La gente se arracimaba muy cerca de los escenarios elegidos para practicar una decena de falsos arrestos. Los “detenidos” eran en realidad los funcionarios militares o paramilitares previamente seleccionados y que en la mañana se habían hospedado en esos lugares bajo identidades falsas. El inusitado despliegue militar sacudió a la ciudad entera.
Terminado el circo los cinco “terroristas” regresaron a ocupar sus colchones en el SID. Fueron recibidos con alivio por sus compañeros quienes, hasta ese momento, habían desconfiado de que el supuesto operativo no fuese en realidad un simple engaño para asesinarlos. La tensión acumulada durante el día fue cediendo lentamente. Los recién llegados relataron lo sucedido y los que se habían quedado bromeaban, lamentándose por no haber podido disfrutar del asado. Pero no todo era regocijo. Había también subyacente en la conciencia de los prisioneros un sentimiento contradictorio: estaban salvando el pellejo, pero al precio de aceptar las condiciones del enemigo; se habían “portado bien”, habían cumplido con su parte y hasta habían tomado vino en la misma mesa que sus secuestradores. Y por eso esa noche les permitieron hablar y moverse más que de costumbre. Algunos se preguntaban si realmente no había otra posibilidad.
Al día siguiente, el comando de las Fuerzas Conjuntas emitió un comunicado informando la detención de 62 “terroristas» que habían ingresado clandestinamente al país con la finalidad de llevar a cabo un “plan subversivo”. El comunicado, sin embargo, sólo incluía 17 nombres. Pero 62 eran las desapariciones de uruguayos denunciadas hasta ese momento por las organizaciones en el exterior. Antes de que se difundiera algunos oficiales del SID conocieron el texto. El capitán Matto lo comentó en voz alta en el comedor de oficiales: “Esto no se lo creen ni los niños de pecho”, dijo, cosechando algunas risas de su auditorio. Más de una vez el capitán se había burlado del mayor Gavazzo, inclusive delante de los presos; lo consideraba un cobarde que había acumulado poder desde un escritorio mientras que él se veía como un “verdadero soldado”, tallado en la acción.
Para los militares uruguayos no todo estaba completamente perdido, pero corrían una carrera contra el tiempo. Si bien el Senado estadounidense ya había aprobado la enmienda Koch, la lista de países a los que se les suspendería la ayuda militar todavía no había sido definitivamente aprobada. Los militares luchaban desesperadamente por quedar fuera de la nómina; para eso debían demostrar que estaban siendo atacados por una poderosa fuerza terrorista con capacidad operativa suficiente como para amenazar al régimen, y al mismo tiempo que la campana internacional que acusaba a la dictadura de violar los derechos humanos era falsa.
Los diarios capitalinos se hicieron eco —algunos con verdadero fervor— de las “revelaciones” difundidas por los militares. Los títulos de las ediciones del 28 de octubre de 1976 de los oficialistas El País La Mañana y El Diario decían: “Caen 62 sediciosos” (ocho columnas, primera página); “Duro golpe contra nuevo brote subversivo” (ocho columnas, primera página); “Shangrilá: desbaratan base y les incautan armamento” (seis columnas, primera página); “Los terroristas se entrenaron en Buenos Aires para actuar en Uruguay” (ocho columnas, páginas interiores). En los días siguientes, estos tres cotidianos ofrecieron abundante “información” sobre el episodio. Entre las más “creativas” figuró la de un apocalíptico “Día D” en el que se efectuarían varios atentados espectaculares como, por ejemplo, el hundimiento de un buque petrolero en el puerto de Montevideo, diversos asesinatos de militares, civiles y diplomáticos, así como el de algunas personalidades de la colectividad judía. Se les acusó también del homicidio de cuatro policías en Buenos Aires.
En el SID, mientras tanto, el trato a los prisioneros tuvo algunas variantes positivas. El cambio que más apreciaron fue poder salir media hora por día a un patio. Los militares los obligaban a pararse contra un muro, al sol, para que sus caras exhibieran un color normal en vez de la palidez que denunciaba el prolongado encierro. Los detenidos disfrutaban doblemente el momento: por el sol y el aire, claro, pero también porque desde los edificios aledaños, y cuando estaban seguros de no ser vistos por los guardias, varios vecinos se asomaban para gritarles su aliento con el lenguaje de los silenciados: las señas y los gestos.
Las organizaciones de defensa de los derechos humanos lanzaban en el exterior una intensa campaña denunciando la patraña urdida por los militares y reclamando la liberación de los prisioneros clandestinamente repatriados. El caso de Sara y Simón comenzaba a ser difundido internacionalmente.

Noviembre de 1976. Una semana después del “arresto”, el show se completaba con una conferencia de prensa montada para los corresponsales extranjeros y, principalmente, para las agencias de noticias de Estados Unidos. Un enjambre de periodistas había sido atraído con la promesa de que les serían exhibidos los “peligrosos terroristas” detenidos. Así que los cinco de Shangrilá fueron otra vez llevados hasta el balneario en un furgón militar que se estacionó a cien metros del lugar. Dentro del furgón, custodiando a los presos, estaba el todavía soldado Julio César Barboza; vichaba por una mirilla y les iba relatando con lujo de detalles todo lo que sucedía.
En determinado momento exclamó: ¡Esto es increíble! Parece una película. Algún día ustedes van a ser famosos”.
Pocos minutos después del furgón llegó un ómnibus con los periodistas extranjeros. El mayor Gavazzo era el maestro de ceremonias. Todo había sido meticulosamente preparado. En el jardín y el fondo de la casa se habían cavado varios pozos; los pisos del chalé aparecían levantados, las paredes con grandes boquetes y los placares completamente desmontados. En la sala, sobre una mesa, se había desplegado un verdadero arsenal. Gavazzo mostró a los asombrados periodistas dónde habían encontrado cada una de las armas describiendo los sofisticados dispositivos que los “terroristas” habían utilizado para ocultarlas. Enumeró las habilidades destructivas del comando que había sido arrestado en la casa; explicó el duro entrenamiento militar que habían recibido en Cuba y Argentina y destacó la férrea disciplina a la que estaban habituados. Finalmente relató paso a paso el plan subversivo de invasión del que este grupo era apenas una cabeza de puente, aunque no se podía descartar que otras células estuviesen preparándose para suplantar a la descubierta o, incluso, que ya hubiesen ingresado al país y sólo aguardaban el momento propicio para entrar en acción.
El remate de la puesta en escena intentó ser verdaderamente teatral. Los detenidos fueron conducidos desde el furgón hasta la casa en fila india, esposados y con prohibición de levantar la vista. Entraron por la puerta delantera, desfilaron lentamente ante los periodistas y las autoridades militares, y sin detenerse salieron por la puerta trasera. De ahí, de vuelta al furgón y al SID, Sara comprendió que no habría más repatriados desde Buenos Aires, que todos sus compañeros de Orletti y los que habían sido secuestrados en esas semanas de setiembre y octubre habían sido asesinados y que el show en el que ellos estaban participando desmentía las denuncias de esos crímenes. Esa noche lloró por segunda vez.
Washington. El 2 de noviembre el demócrata James Carter ganó las elecciones derrotando al republicano Gerald Ford. Después de Chile, Uruguay fue el segundo país latinoamericano al que le fue suspendida la ayuda militar estadounidense. El Consejo de Asuntos Hemisféricos (organización no gubernamental de Estados Unidos) solicit.o al presidente electo la sustitución del entonces embajador en Uruguay, Ernest Siracusa, a quien acusaba de ser “un abogado del régimen uruguayo en vez de un representante de los mejores intereses de Estados Unidos”. Siracusa sería “renunciado” de su cargo en abril de 1977 y sustituido por Lawrence Pezzullo.
Entre 1946 y 1970 Uruguay recibió un promedio anual de 1.900.000 dólares a título de ayuda militar. A partir de 1971 y hasta 1975 ese promedio aumentó a 5.600.000 dólares. Un incremento mayor había experimentado el rubro compra de material militar —estadounidense en general en condiciones “muy generosas” —, que desde 1950 hasta 1969 había totalizado 2.800.000 dólares, y sólo entre 1970 y 1972 acumuló 7.600.000 dólares. Para 1977 el gobierno uruguayo preveía solicitar
7.500.000 dólares como ayuda militar.
 La novedad tuvo el efecto de una bomba entre los militares uruguayos. Muchos proyectos se venían al piso, y la operación con los “repatriados” adquiría proporciones de absoluto desastre. Los nombres de los detenidos ya habían sido divulgados y no era posible volver atrás. Lo mejor —pensaron— sería acelerar al máximo los trámites judiciales y que no se hablara más del asunto. El balance resultaba completamente negativo, porque a la inutilidad política de la operación se sumaba la desconfianza interna y externa que habían despertado los comunicados oficiales, torpemente concebidos y peor ejecutados. Las normas de seguridad estaban agujereadas como un gruyre: los sobrevivientes eran ahora potenciales testigos que poseían elementos sobre las operaciones en Buenos Aires, las desapariciones, los asesinatos, las torturas, la repatriación clandestina y el fraude de la invasión. Conocían nombres, caras y probablemente lugares; una información que, seguramente, algún día intentarían utilizar en contra de las Fuerzas Armadas. Sería imposible borrar todas las huellas, pero era necesario confundir las pistas.
El plan había fracasado y lo mejor era no volver a menear el asunto. Los “repatriados” que no habían aceptado firmar las solicitadas públicas fueron conducidos a un tribunal militar donde, inexplicablemente, tuvieron que cumplir con la absurda formalidad de firmar allí un acta de detención que venía elaborada desde el SID. Algún funcionario despistado les dio a elegir entre abogados de oficio civiles o militares. Todos eligieron civiles, hasta que Gavazzo se enteró de la torpeza y los obligó a renunciar en favor de abogados militares. A Sara le tocó el teniente coronel Rodríguez, a quien no vería una sola vez durante el “proceso judicial” ni respondería a ninguna de las solicitudes de entrevista que ella planteara en Punta de Rieles. La publicación de las “confesiones” de los cinco detenidos que habían aceptado el segundo acuerdo quedó descartada, aunque los militares aseguraron que las condiciones pactadas se mantendrían y por lo tanto ellos no comparecieron ante el juzgado castrense.
Faltaban pocos días para que se produjeran los traslados a las respectivas prisiones. No se lo habían anunciado formalmente, pero era evidente que Enrique Rodríguez Larreta (padre) sería liberado. El manifestó a sus compañeros de reclusión que tenía la intención de viajar al exterior para denunciar lo que sabía. Durante esa semana todos pasaron largas horas jugando a las cartas con don Enrique, mientras aprovechaban para contarle detalladamente el caso de cada uno, cómo y cuándo habían sido detenidos, a quiénes hablan reconocido, direcciones y teléfonos de sus familiares y los mensajes que debía hacerles llegar. Además de la información, Rodríguez Larreta recabó la autorización expresa de los detenidos para divulgar sus respectivos casos, ya que una denuncia de ese tipo podía tener consecuencias graves para quienes permanecerían prisioneros. No sólo todos manifestaron su total consentimiento, sino también su aliento para que llevara a cabo la tarea. Rodríguez Larreta cumplió con creces todos los encargos domésticos, se marchó al exilio y no cesó de recorrer desde los más pequeños actos en defensa de los derechos humanos hasta las más importantes tribunas mundiales denunciando lo que había padecido y presenciado sin olvidar absolutamente nada, y hasta agregando elementos fruto de su investigación posterior.
La detención había pasado a ser oficial, y los militares comenzaron a aplicar los procedimientos de rutina; “306”, el capitán Martínez, fue el encargado de recabar las direcciones de los familiares de los presos adonde se iría a buscar ropas y abrigo para cada uno. Sara no desperdició la oportunidad y le pidió un favor: que preguntara allí por su hijo, Simón. De regreso, Martínez le informó, entre sorprendido y preocupado, que Simón no estaba allí y que su familia nada sabía de él. El capitán adelantó una explicación: tal vez sus parientes habían tenido que ingresar al niño clandestinamente, y en ese caso nada le dirían a un militar. Sara pensó que la explicación era atendible, porque en el fondo de su alma nunca había abandonado la esperanza de que Mauricio hubiese podido rescatar a Simón y. quizás, haberlo hecho llegar a su familia.
Luego decidió que hasta no tener un contacto directo con ellos no debía aceptar esa versión como definitiva. Poco después de la conversación con el capitán Martínez Sara fue convocada por el mayor Gavazzo. La entrevista tuvo un carácter formal. Era una habitación amplia, amueblada con austeridad castrense. Gavazzo estaba sentado detrás de un sólido escritorio de cedro; en la pared, una clásica imagen de Artigas. Junto a la ventana, de pie, había otro militar a quien Gavazzo no se molesté en presentar, era “301”. Gavazzo dijo haber sido informado por Martínez sobre la situación. Usaba un tono protocolar y parecía contrariado. El caso de Sara resultaba una piedra más en su zapato, y quizás la más grande. Le pidió nuevamente todos los datos sobre el secuestro, la edad y apariencia del niño, etcétera. Sara lo interpretó como una tomadura de pelo y contestó a regañadientes.
Era obvio que Gavazzo quería terminar cuanto antes con aquella conversación que le resultaba irritante, pero intentó tranquilizar a Sara. Le dijo que irían a buscar a Simón, que no tenía expectativas de que estuviese en Montevideo con sus abuelos, sino que seguramente aún estaba en Buenos Aires. Señaló a “301” y dijo: “El oficial será el encargado de traerlo”. La actitud de Gavazzo estaba completamente fuera de contexto y resultó sorprendente para Sara; literalmente estaba dándole una orden a un superior delante de un detenido. Todos sabían que “301” tenía un grado mayor por la simple correlación de los números que usaban como alias: Gavazzo era el “301”, aunque él siempre prefirió que los prisioneros conocieran su identidad. La superioridad de “301 “ era también evidente por los agitados preparativos que efectuaba la tropa ante la inminencia de su llegada, cosa que no sucedía con otros oficiales. Después de señalar a “301”, quien se mantuvo en silencio durante toda la entrevista, Gavazzo le aclaró a Sara que en la cárcel de Punta de Rieles, adonde sería trasladada, nadie conocería su situación de exsecuestrada y le advirtió que no debía hacer ningún comentario sobre ese hecho. Le prometió que en una semana recibiría noticias de Simón, pero que si su inquietud se hacía insostenible pidiera una entrevista exclusivamente con él. Dicho lo cual, Gavazzo consideró que la audiencia había terminado; se puso de pie y llamó al guardia para que se llevara a la prisionera.
Al día siguiente Gavazzo y “301” concurrieron a la “despedida”. Cuando todas las mujeres que serían llevadas a Punta de Rieles estaban reunidas en una habitación y alineadas en la formación habitual antes de los traslados, Gavazzo les hizo un pequeño discurso con los lugares comunes que ya conocían casi de memoria, pero al final de su alocución dijo algo sorprendente: insistió delante de todas ellas sobre el caso de Simón, y se repitió la misma escena del día anterior, sólo que ahora con muchos testigos. Gavazzo reiteró que pronto Sara tendría noticias de su hijo, y volviendo a señalar a “301” lo responsabilizó personalmente de hacer las gestiones pertinentes en Buenos Aires. Pocos minutos después abandonaron el SID definitivamente.
Pasarían varios años antes de que Sara pudiera reunir elementos suficientes para comprender aquella responsabilización personalizada que Gavazzo lanzara contra “301”.
Según el pacto al que habían llegado, Enrique Rodríguez Larreta (hijo) y su compañera Raquel Nogueira, Raul Altuna y su companera Margarita Michelini, y Eduardo Dean Bermúdez permanecieron en el SID para cumplir dos años de reclusión en un régimen más laxo que el de las prisiones corrientes. El acuerdo finalmente no se cumpliría; después de algunas semanas
todos pasaron por el juzgado militar y fueron enviados a las mismas
cárceles que el resto de sus compañeros.
Elizabeth Pérez Luz y Enrique Rodríguez Larreta (padre) fueron liberados.