sábado, 3 de marzo de 2012

LA LIBERTAD

LA LIBERTAD.
 
Detrás del segundo portón de seguridad la esperaba su familia. Le parecía increíble que allí, a pocos pasos nada más, se borraran de un plumazo los vidrios de la sala de visitas, los teléfonos vigilados, las frases con doble y triple sentido, la censura de las cartas. Se abrazó con cada uno, y también con los familiares de las otras liberadas a muchos de los cuales conocía desde hacía tiempo. No había euforia, sin embargo, en ninguno de ellos. Actuaban todos con una gran contención emotiva; quizás sintiéndose bajo vigilancia, aún a la vista de los guardias; quizás por ese pudor tan uruguayo que desdramatiza con liviandad aparente los momentos más vibrantes.
Ese mediodía se reunieron todos en la casa de su hermano Francisco, en la calle Mariano Moreno. Una casa marcada por la presencia de seis niños. Ellos habían sido los responsables del enorme cartel colgado en la sala, que entre flores y corazones de todos colores decía: “Bienvenida, tía Beba”. Pero además habían hecho decenas de otros cartelitos con variedad de mensajes que habían colocado por toda la casa, de forma que adonde iba, Sara encontraba otro tierno y cálido abrazo de papel y en tecnicolor.
Se sentía poderosamente atraída por sus sobrinos. Con cualquier pretexto abandonaba la habitación donde hacían rueda los adultos para buscar a los chiquilines. Así descubrió a dos de sus sobrinas llorando juntitas en un rincón. Lloraban ahí para que ella no las viera, para no apenarla. Lo hicieron varias veces esa tarde; lloraban un poquito y volvían poniendo cara de “todo bien”. Después supo que su cuñada Rosario había hablado mucho con sus hijos sobre Sara y la desaparición del primo Simón. Fue un reencuentro íntimo en el que apenas se rozaron los temas de fondo. Se dio cuenta de que todos evitaban hablar demasiado, ella incluida; los asuntos más variados iban y venían desordenadamente. Sara estaba midiendo su propia “normalidad”, no quería tener actitudes que pudieran ser interpretadas como alteradas, y pensó que los demás pretendían lo mismo. Evitó relatar muchas situaciones que podían recargar aquellos primeros encuentros con un exceso de dramatismo, empañando la legítima alegría que todos sentían y querían expresar.
Pero también empezó a registrar los cambios que se habían producido en su ausencia. Su padre, constructor de toda la vida, estaba ahora jubilado, y su hermano Francisco había heredado el oficio; su hermana María del Carmen vivía en una hermosa casa y tenía una situación económica holgada. En las reuniones ya no se bebía grappa, como antes, sino whisky, y encontró que el nivel de consumo de sus parientes y de la clase media en general se parecía mucho más al de Buenos Aires que al del Montevideo que había dejado. Relativizó la idea de absoluto empobrecimiento del país que ella y sus compañeras se habían forjado en la cárcel. Claro, muchos seguían viviendo en la pobreza, pero algunos sectores más amplios de lo que creía estaban fuera de esa categoría.
Esa noche durmió en la casa de su hermana mayor, en el barrio Cordón, donde se quedaría durante varios meses. A las siete de la mañana del día siguiente sonó insistentemente el teléfono. Era Mauricio que llamaba desde España, donde estaba viviendo desde hacía algún tiempo. Había recibido la noticia de la posible liberación de Sara unos días antes, y esa noche, cuando le confirmaron la información, ya era demasiado tarde para llamar. No pudo dormir; estuvo haciendo tiempo en un boliche hasta poder llamar a una hora decente, y se le notaba. Cuando le dijeron que Mauricio estaba en el teléfono Sara notó que la llamada no caía bien en la familia de su hermana. Mientras estuvieron comprometidos en la búsqueda de Simón habían recibido varias amenazas. Que llamase alguien que estaba clandestino y requerido les resultaba un riesgo excesivo. Sara pensó lo mismo, y se lo dijo a Mauricio conteniendo la emoción que le provocaba escuchar nuevamente su voz. Pero él sólo tenía una idea en la cabeza: que viajara cuanto antes a Europa. Ella sintió que hacer esa proposición por un teléfono que posiblemente estuviese intervenido era también una imprudencia, ya que estando bajo el régimen de libertad vigilada sólo se podía abandonar el país clandestinamente, como lo hacían muchos de los que salían de prisión. Pero además, Sara no se planteaba en absoluto irse del Uruguay; quería quedarse porque sabía que era la única chance de encontrar a su hijo. Sentía que tenía muchas cosas por hacer y aún no había siquiera empezado. Y así se lo dijo a Mauricio esa mañana.
Reflexionó mucho acerca de aquella llamada, y en ese momento juzgó duramente a Mauricio. Pensó que estando en el exterior él podía darse el lujo de despreciar ciertos criterios de seguridad que acá resultaba vital mantener. Pocos días después le escribió una extensa carta en la que, por reflejo de presa recién liberada, no llamaba a todas las cosas por su nombre, pero en esencia reiteraba lo que ya le había comunicado por teléfono: se quedaría en Uruguay, y necesitaba tiempo para aclarar sus sentimientos con respecto a él ante una situación completamente nueva; habían pasado casi cinco años y ninguno de los dos era la misma persona que antes. Con el paso del tiempo Sara relativizaría los temores que sintió aquel día y comprendería mejor la ansiedad de Mauricio por comunicarse nuevamente con ella. El estaba viviendo una realidad que le permitía actuar más espontáneamente, y ella aún no se había quitado el uniforme gris.
Comenzó a recuperar la libertad como quien estuvo paralizado durante varios años y debe reaprender primero a mantenerse en pie y, paso a paso, recobrar el complejo equilibrio de la marcha. Caminaba buena parte del día por toda la ciudad. Su lugar preferido era la rambla. A veces iba desde el puerto hasta Pocitos, inclusive hasta Carrasco. A menudo hacía esas caminatas con Sergio López Burgos, recientemente excarcelado del Penal de Libertad. Ambos compartían la misma necesidad de marchar durante horas en espacios abiertos, y cuando la rambla ya les quedaba corta se iban a Canelones donde andaban por la costa, sin destino fijo. El segundo domingo de su libertad quiso ir a la feria de Tristán Narvaja. Se colgó la cartera al hombro y salió, caminando, por supuesto. Recién había marchado unas pocas cuadras cuando se dio cuenta de que su ritmo no estaba de acuerdo con el entorno, caminaba demasiado rápido, con ansiedad. Identificó de inmediato esa actitud mental: era la de Buenos Aires. De alguna manera indescifrable había una Sara para la que el tiempo no había pasado; una Sara que parecía haberse dormido hacía cinco años y ahora despertaba, lentamente, recuperando su capacidad de ejercer la libertad, de tomar decisiones, de actuar por propia voluntad. Comprobó cuánto de cierto había en aquello de que no se puede destruir el mundo interior de los individuos. Una parte de ella estaba intacta, y se sintió feliz, porque sospechó que era la que más le gustaba.
Pasaba poco tiempo en la casa de su hermana; salía a visitar a familiares, a recorrer la ciudad buscando pintadas sobre los muros en lugares que conocía desde la cárcel, donde esos pequeños gestos de resistencia antidictatorial adquirían tal relevancia que eran comentados a las presas por las visitas. Cuando encontraba una la contemplaba como si se tratara de una obra de arte. Uno de los primeros libros que quiso leer fue El tambor de hojalata, cuya trama se desarrolla en la Alemania de la preguerra y su protagonista es un niño que observa la realidad de los adultos con peculiar agudeza crítica. No estaba en la biblioteca de Punta de Rieles, pero sí en la de Libertad. Un recluso que lo había leído allí lo comentó largamente en una carta a su compañera, presa en el mismo sector que Sara. Desde entonces quería leerlo. Cuando lo tuvo en sus manos se preparó para disfrutarla, pero no lograba leer más de dos o tres páginas seguidas; eran tantas las emociones y sensaciones que le provocaba la lectura que debía dejarlo, volver atrás, repasado, volver a dejarlo. Nunca pudo pasar del primer capítulo.
Cuando empezó a adaptarse a su flamante libertad (en realidad, libertad vigilada, ya que debía presentarse en un cuartel militar cada 15 días y tenía prohibición de salir del país), Sara quiso tomar las riendas sobre la búsqueda de Simón. Encontró que su familia había hecho muchas gestiones, pero el temor les había impedido guardar ordenadamente papeles y documentos; algunos, de tan bien guardados se habían extraviado. Su padre y su hermana mayor se habían ocupado intensamente de la búsqueda, pero a partir de 1978 María del Carmen debió centrar muchas de sus energías en Juan, su hijo recién nacido con síndrome de Down cuya atención pasó a ser una lógica prioridad de su vida. Durante esos dos años, la familia de María del Carmen había recibido varias amenazas para que desistiera de buscar a su sobrino, pero ella había continuado.
Inició la investigación por lo que consideraba un inútil formalismo, pero estaba decidida a no dejar ningún cabo suelto. Por eso se dirigió a la Oficina de Personas Desaparecidas del Ministerio de Defensa donde solicitó una entrevista con su responsable, el teniente coronel Maynard. Le costó bastante tomar esa iniciativa; se trataba de un militar y no esperaba una respuesta realmente seria, pero quería demostrarles que estaba dispuesta a utilizar todos los caminos para investigar el paradero de su hijo, inclusive los obviamente cerrados. La entrevista fue mucho peor de lo que había imaginado. El teniente coronel no sólo relativizó su denuncia exigiéndole pruebas de lo que estaba relatando, sino que la amenazó casi expresamente (“No tiene miedo de que si insiste con esta historia la manden de nuevo a la cárcel?”, le preguntó). Sintió que se burlaban de ella. Los responsables de toda su tragedia le pedían ahora que probara la existencia de su hijo, su secuestro y desaparición. Salió de allí con una preocupación dolorosa:
¿cómo demostraría ante el mundo que había tenido un hijo y que se lo habían robado cuando aún no había cumplido un mes de vida?
A los 15 días de estar en libertad Sara consiguió un trabajo en la administración de una fábrica de aberturas de aluminio. El empleo se lo ofreció un ex preso, Leomar Pastorino, quien tenía una relación de amistad con el dueño de la fábrica. Leomar siempre estaba preocupado por saber quiénes habían sido liberados para ofrecerles una solución laboral e, incluso, en algunos casos también de vivienda. Sabía que Sara tenía muy escasos conocimientos de contabilidad, pero insistió en que tomara el empleo; según él, la experiencia propia y la de otros liberados indicaba que tener rápidamente un trabajo favorecía la reinserción. La contabilidad no sería un problema porque él le ayudaría hasta que pudiera desempeñarse sola. Sara aceptó, y en poco tiempo constató que las observaciones de Leomar eran totalmente correctas: le resultó muy positivo pautar su día según los horarios laborales y ejercitar la concentración para llevarlo a cabo.
En esos meses comenzaba a reunirse casi públicamente el movimiento uruguayo de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos en Argentina al amparo de algunas parroquias católicas que facilitaban sus instalaciones. El grupo existía más o menos articuladamente desde 1978, cuando la Organización de Estados Americanos hizo un llamado a quienes quisieran presentar denuncias sobre desapariciones forzadas en Argentina. En esa época fue clave el trabajo efectuado por el exilio uruguayo que permanentemente alentó y apoyó la organización de los familiares de desaparecidos para que las búsquedas no fueran individuales sino colectivas. Sara supo también que varios de sus compañeros del PVP que habían logrado zafar de la cacería humana y estaban aún en Buenos Aires, se habían empleado en establecer contactos internacionales que resultaron muy útiles a la hora de concretar las denuncias, y fueron ellos quienes vincularon a los familiares entre sí en Buenos Aires.
La primera reunión pública de los familiares de desaparecidos se efectuó en la “iglesia de los Vascos” (Parroquia San Miguel, en Julio Herrera y Obes y Mercedes). Más que una reunión se pareció a una ceremonia. Asistieron no sólo los familiares de los desaparecidos, sino también de muchos presos políticos y gente que simplemente trabajaba en otros grupos de defensa de los derechos humanos. El acto consistía en leer pasajes bíblicos que aludían a las preocupaciones del momento. Estas ceremonias nunca fueron reprimidas por los militares, aunque varias veces algunos familiares fueron citados por la Jefatura de Policía en averiguaciones vinculadas con esta actividad, y en más de una oportunidad funcionarios de civil se presentaron en la iglesia e interrogaron al párroco acerca de la identidad de los responsables del acto. Pero el sacerdote sabía lo que debía decir: no había responsables fijos, y las personas que leían en voz alta cambiaban permanentemente. Estas ceremonias se realizaron con frecuencia creciente y congregaban a cientos de personas.
Sara tomó contacto con ellos y empezó a asistir a sus reuniones, entonces cuasi clandestinas. Era la madre de desaparecido más joven del grupo y, además, acababa de salir de prisión, por lo que el resto del colectivo tendía a sobreprotegerla. Aquellos veteranos la identificaban de alguna manera con sus propios hijos: Sara era de esa misma generación, había compartido con ellos un proyecto político y hecho las mismas opciones de vida. Ella asumía esa identificación con gusto, y en su conciencia mantenía siempre presentes a los compañeros que habían desaparecido. Era una relación compleja, marcada por la comprensión y el afecto, aunque también había discrepancias y discusiones como en cualquier actividad militante. A pesar de las advertencias Sara se comprometió de lleno con el trabajo de Familiares de Detenidos Desaparecidos.
Era la época en que varias organizaciones populares daban sus primeros pasos fuera de la clandestinidad, aunque todavía no eran completamente legales. Sara también se vinculó al grupo de Familiares de Presos Políticos que desarrollaba una tarea de apoyo a los reclusos en Uruguay, visitaban periódicamente a muchas familias para saber cómo estaban los prisioneros, si tenían algún problema de salud o estaban próximos a ser liberados para brindarles asistencia.
Sus jornadas empezaron a ser largas y agotadoras; salía del trabajo y siempre tenía programada alguna reunión o actividad con Familiares. El contacto con ellos era a menudo muy cargado de experiencias individuales dolorosas: todos habían recorrido hospitales, cuarteles y morgues en Buenos Aires. Ninguno aceptaba en ese momento la idea de que los desaparecidos habían sido asesinados y mantenían la esperanza de recuperarlos algún día. Para ellos, la propia historia de Sara constituía una suerte de confirmación de que era posible sobrevivir a las desapariciones; una ilusión que, de cierta forma, no era infundada: se conocían casos de desaparecidos que, luego de permanecer durante años en “pozos” o campos de concentración, habían recobrado la libertad. La esperanza tenía también obvias razones afectivas, y sostenerla contra viento y marea implantaba en el alma una angustia crónica. En ese grupo Sara desarrolló una relación especial con Luz Ibarburu, madre de Pablo Recagno, desaparecido en Buenos Aires junto a su compañera Rosario Carretero. Sara no había conocido a Pablo, pero sí a Rosario, y mucho. Fue con ella con quien Sara mantuvo la primera larga conversación sobre sus respectivas historias. Luz, quien se definía corno “una gran llorona”, tenía la capacidad de hablar y llorar al mismo tiempo sin que se le quebrara la voz; mientras su rostro conservaba una apariencia normal, por sus mejillas se resbalaba una cortina de lágrimas. Sara escuchó de Luz la síntesis más clara de la situación del familiar de desaparecido, cuando le contó que cada mañana se despertaba con la ilusión de recibir una noticia, y cada noche se acostaba con la angustia del vacío.
En ese plano el encuentro con la realidad no pudo ser más frustrante. Mientras estuvo en la cárcel imaginaba que al salir hallaría muchas pistas para poder comenzar a investigar de inmediato, que habría un trabajo sistematizado. Ya había comprobado que su familia, a pesar de los esfuerzos que sus posibilidades y situaciones personales les permitieron hacer, no había logrado avanzar prácticamente nada. Cuando se vinculó a Familiares pensó que encontraría información ordenada sobre todos los casos, y quizás también sobre Simón; pero no fue así. Y a poco de trabajar con ellos comprendió las dificultades casi insalvables que implicaba investigar a los responsables de las desapariciones siendo que ellos aún detentaban el poder absoluto. Era muy difícil construir una metodología; casi todo, en ese aspecto, estaba por hacer. ¿Dónde empezar a buscar? ¿Cómo hacerlo con márgenes de riesgo aceptables? ¿Cómo elaborar informes que pudieran estar centralizados y a los que se fueran agregando datos? ¿Dónde hallar un lugar seguro para esos informes?
En prisión, una de sus hipótesis más recurrentes era que Simón había sido entregado en alguna casa cuna en Buenos Aires. Pensaba que en esos sitios sería fácil encontrar pistas, datos, informes concretos. Pero su ilusión al respecto fue rápidamente desarticulada por otros familiares que ya habían hecho esas gestiones: en las casas cunas no quedaban rastros útiles sobre los niños que se les confiaban. Si existían, lo que no sucedía en todos los casos ni mucho menos, los expedientes eran inaccesibles.
Casi al fin de 1981 Sara dejó su empleo en la fábrica y se integró a un proyecto del Centro de Investigación Promoción Franciscano Ecológico (CIPFE), vinculado a esa congregación religiosa, para trabajar sobre problemas ambientales en barrios de Montevideo. El proyecto contenía una definición amplia del ambiente que incluía las condiciones de salud, vivienda y trabajo de los vecinos del arroyo Carrasco, poluido por frigoríficos y curtiembres que arrojaban allí sus desperdicios. Se inició entonces uno de los periodos más ricos de su vida. Además del contacto con gente de ámbitos diversos que su nuevo empleo le permitía establecer, el resultado negativo para los militares del plebiscito de 1980 había erosionado seriamente las bases de la dictadura. Empezaban a surgir movimientos populares de todo tipo, los espacios de militancia se multiplicaban y se desclandestinizaban. En la parroquia de los Conventuales, donde se encontraba la sede de CIPFE, se reunía el grupo de jóvenes que había fundado la nueva organización de estudiantes, la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública (ASCEEP), que reunía fundamentalmente a universitarios. A muchos de los que conoció entonces los encontraría luego en el movimiento por la amnistía de los presos políticos, al que Sara se integró desde el primer momento. En todos los grupos en los que participaba aprendía nuevos datos de la realidad, pero con estos jóvenes se identificó profundamente. El miedo, sin duda, estaba presente, pero era mucho mayor la fuerza que había estado latente durante todos esos años de opresión; la nueva coyuntura permitía una toma de conciencia sobre ese potencial que comenzó a desarrollarse por los caminos más insospechados.
En esos nuevos ámbitos de militancia Sara reaprendió los matices y tuvo que trabajar con ellos. En la cárcel el sistema de supervivencia implicaba cortar grueso: todo era blanco o negro. No le costó demasiado adecuarse a la nueva realidad, sobre todo porque los objetivos de todos los movimientos eran unitarios y la práctica de la solidaridad estaba más generalizada de lo que ella había imaginado. La propia modalidad de la nueva militancia era aleccionante y removedora: todos los “líderes”, los dirigentes “históricos”, estaban en el exilio o presos: Lo repetían a menudo entre ellos: “Aquí no hay caciques, somos todos indios”. Sobresalía temporalmente quien tenía capacidad de hacer una propuesta y se animaba a llevarla a la práctica. Creatividad y espontaneidad fueron las características salientes de aquel período durante el cual Sara volvió a experimentar junto a sus nuevos compañeros el placer de la lucha compartida. Una lucha completamente diferente a la que desarrolló en el Penal de Punta de Rieles y que le permitió reencontrarse plenamente con su país y su gente. Cada día se convencía más de que al salir de la prisión había tomado la decisión que mejor se ajustaba a sus intereses: quedarse en Uruguay.