sábado, 10 de marzo de 2012

EL SECUESTRO.

EL SECUESTRO
Aquella sensación contradictoria por momentos se adueñaba por completo de su conciencia. El aire excepcionalmente frío y seco le entraba directo a los pulmones, acentuando el bienestar de su cuerpo abrigado, protegido. Le gustaba imaginarse que ella era el sobretodo humano del niño que llevaba dentro en aquel invierno, amenazador como ningún otro. Y más todavía le gustaba pensar que en un par de semanas conocería, por fin, a su primer hijo. Las cosas habían cambiado tanto en pocos meses. Era junio de 1976, el principio del período más crítico de la guerra sucia en Buenos Aires. Pero así, embarazada, Sara se sentía casi invulnerable.
El carrito de feria cargado con frutas y verduras rodaba tras ella, denunciando cada baldosa floja, cada irregularidad del camino. Marchaba despacio, mirando el cielo entre las ramas desnudas, escuchando los sonidos apagados de la gente viviendo tras las ventanas cerradas, los retazos de las conversaciones entre las vecinas que a esa hora ya se animaban a barrer la
vereda. Siempre había odiado las confidencias de escoba, pero ahora las
echaba de menos; eran parte de un paisaje, de una forma de vida que nunca habría abandonado si no la hubiesen aménazado la cárcel y la muerte. Tenía 29 años cuando, en abril de 1973, las Fuerzas Conjuntas uruguayas requirieron públicamente su captura. Desde entonces, como otros tantos miles de sus compatriotas, vivía exiliada en Argentina.
No se arrepentía de la opción que había hecho siendo aún una jovencita; apenas iniciaba la carrera de magisterio cuando quiso comprometerse en las
luchas sociales y políticas y se integró a la actividad gremial, en la
Agrupación
3, de tendencia anarquista. Su temperamento siempre la había empujado
a preferir las opciones claras, a rechazar las negociaciones que, pensaba, terminan comprometiendo los principios. Y entre los anarquistas encontró, además, ese amor irrestricto por la libertad, una libertad que su vida personal reclamaba a gritos. Empezó a militar con ellos porque le gustaba su compañía, su forma peculiar de cuestionar todo proponiendo un mundo tan nuevo que, por momentos, ni siquiera conseguía imaginarlo. Simpatizaba profundamente con los conceptos de generosidad y solidaridad que practicaban en su vida diaria los anarcos más viejos, aquellos a quienes muchos llamaban “los maestros”.
Poco después, los gases lacrimógenos y la pólvora ya se olían en el aire. Sara se había integrado a la Federación Anarquista Uruguaya (FAU), donde desde los años sesenta, al influjo de la revolución cubana y los nuevos conceptos tercermundistas que llegaban de la mano de Franz Fanon y el Che Guevara, entre otros, se desarrollaba un profundo debate sobre la necesidad de crear una “organización revolucionaria” más adecuada para alcanzar los cambios que se postulaban. La síntesis de ese proceso de discusión provocó una división dentro de la FAU que, casi simultáneamente, en 1967, fue declarada ilegal junto a otros grupos políticos por el gobierno de Jorge Pacheco Areco. Algunos militantes provenientes de la Federación fundaron la Alianza Libertaria Uruguaya (ALU), que proclamaba la ortodoxia anarquista, y otros, liderados por el dirigente sindical Gerardo Gatti, impulsaron la creación de una organización de masas ideológicamente amplia, que pretendía insertar su acción en los conflictos y las luchas de obreros y estudiantes. Así nació en 1968 la Resistencia Obrero Estudiantil (ROE), a la que se integraron agrupaciones gremiales de trabajadores y estudiantes que comenzaron a coordinar y a apoyarse mutuamente.
El país se convulsionaba; la generación de Sara ingresaba a la adultez asistiendo a la crisis económica, política y cultural de los sesenta y, como ella, muchos otros sentían que se angostaba el espacio de la teoría y se abría el infinito campo de la acción, de la práctica revolucionaria. Una experiencia que dejaría grabados en la conciencia de Sara valores vitales indelebles.
La ROE se convirtió en el escenario de su militancia que, en poco tiempo, ocupó lo principal de sus días y sus fuerzas. Su lucha se identificó co la existencia misma porque en ella le iba la vida.

Llegó frente a la casa, sacó las llaves y abrió la puerta. María del Pilas Nores compartía el local con Sara. Escuchó la puerta y se apresuró a cruzar la pieza central de la casa techada con una claraboya. Mientras retaba cariñosamente a Sara por insistir en ir a la feria a pesar de su embarazo, se
hizo cargo del carrito y lo llevó a la cocina, en la otra punta de la casa. La luz entraba como una pedrada por el ventanuco que daba al patio, iluminando parte de una corta mesada de mármol blanco y la mitad de la heladera que ahora María del Pilar abría para guardar las verduras. Sara no quería ceder por nada del mundo esa tarea. Había descubierto que las ferias eran lo que mas se parecía a Montevideo en aquella ciudad enorme, impersonal y neurótica. Entre los puestos de frutas y verduras todo cambiaba, y flotaban en el aire los mismos olores, las mismas invitaciones voceadas en el mismo lenguaje directo, familiar y pícaro de las ferias “de allá”. Se quitó el abrigo y los guantes; los dejó en una silla. Se acercó a la hornalla encendida de la cocina y puso las manos cerca del fuego.
María ordenó las compras y comentó que ya era la hora de ir al correo. La organización había alquilado una apartado postal donde recibían la correspondencia. Sara entró en una de las habitaciones de la antigua casa. La única ventana estaba cerrada y cubierta con una pesada cortina. Seis personas —cuatro hombres y dos mujeres— se habían acomodado entre un caos de paquetes de hojas blancas, valijas, colchones enrollados y alguna silla desvencijada. En el centro de la pieza, sobre la única mesa, una pequeña fotocopiadora parecía presidir la reunión.
Hablaba uno de los hombres. En realidad era apenas un muchachón; tenía el cabello negro y lamido hacia un costado, aunque sin ninguna coquetería. Llevaba un vaquero, un pulóver de lana marrón tejido a mano hacia varios años y una bufanda de la misma factura colgando del cuello. Explicaba al grupo que todas las informaciones coincidían en que un importante grupo de militares y paramilitares uruguayo estaba instalado en Buenos Aires y había comenzado a actuar con cobertura del ejército argentino. Se imponía más que nunca el estricto respeto a los mecanismos de seguridad y la adopción de nuevos: todos debían reportarse telefónicamente en forma diaria y quien faltara a un contacto y no diera señales de vida a la base en las siguientes seis horas sería considerado secuestrado. Quedaban prohibidos los papelitos sueltos en los bolsillos, las agendas y cualquier
lista de direcciones y teléfonos. Todo debía ser memorizado.
Una de las jóvenes tomó la palabra e informó que ya estaban otra vez en condiciones de producir documentos argentinos falsos en 24 horas para quienes tuviesen necesidad. Por los pasaportes habría que esperar. Se procuraba obtenerlos en el exterior pero no había todavía proveedores seguros. Nadie pareció dar importancia a las dificultades para obtener pasaportes falsos, pero comentaron con ironía aquella oferta de documentos “en 24 horas’’.
Sara salió con los últimos asistentes a la reunión. Debía pasar por un local para encontrarse con Mauricio Gatti, su compañero, y aprovechó el vehículo de uno de ellos. Cuando regresó era casi mediodía. Sobre la mesa del comedor encontró una nota de María del Pilar que le heló la sangre:
“Encontré en la casilla una citación de la Dirección de Correos para las cinco de la tarde. Debe ser alguna pavada. Después de la entrevista te llamo. Cualquier cosa voy a estar en lo de Rosa y Peque”. Era una locura, pensó Sara. La casilla había sido alquilada utilizando documentación falsa y, en las circunstancias que vivían, lo primero que había que pensar era que se trataba de una trampa. Se sentó en un sofá intentando calmarse. María del Pilar era una militante con experiencia y no parecía posible que le pasara desapercibido el riesgo enorme que entrañaba acudir a esa cita. Decidió esperar. A partir de las cinco de la tarde comenzó a buscarla desesperadamente. Primero llamó al lugar donde ella dijo que estaría, pero no la encontró; después telefoneó a otros locales donde la podrían haber visto, también en vano Eso podía significar varias cosas diferentes, pero lo urgente era valorar qué sabía y hasta dónde podrían llegar los militares si le arrancaban información. Ella conocía la oficina de la calle Cuba, en el barrio de Belgrano donde trabajaba habitualmente Gerardo Gatti, hermano de Mauricio y miembro de la dirección de la organización, y era ése el lugar al que dijo que acudiría después de la cita en el correo.
Continuó la recorrida telefónica hasta que encontró a Mauricio, quien acudió de inmediato a la vieja casona. Al llegar le contó a Sara que Gerardo no se había comunicado con nadie desde la mañana anterior. Era alarmante, pero había que esperar un poco más antes de sacar conclusiones definitivas. Decidieron evacuar rápidamente la casa. Recogieron lo esencial. Una parte del material político fue retirado por Roger Julien quien lo trasladó a su casa. En pocos minutos todo parecía un caos. La prisa era justificada los secuestradores solían comenzar la tortura en el mismo vehículo para conseguir información rápidamente, antes de que la ausencia fuera notada
y se evacuaran los locales conocidos por el detenido. No les importa fracturar miembros cortar dedos, vaciar ojos; de todas formas, los secuestrados eran virtuales cadáveres que sólo importaba mantener con vida hasta que ya no tuvieran información para dar, sí es que no morían sin hablar. Era la noche del 10 de junio; al día siguiente la desaparición de Gerardo no admitía dudas: había faltado a varias citas y no se había recibido ninguna llamada suya.
No había mucho para hacer más que esperar. La alarma intemacional ya había sido dada y provocaba la movilización en el exterior de los grupos de exiliados que comenzaban a solicitar el apoyo de los organismos defensa de los derechos humanos. Sara y Mauricio pasaron las tres noches siguientes en diferentes hoteles de alta rotatividad, un lugar poco frecuentado por embarazadas a término, pero el más seguro que se les ocurrió mientras buscaban una nueva casa. En uno de ellos tuvieron que esperar más de media hora en una sala apenas iluminada y rodeados por varias parejas que también aguardaban turno. Ya en la habitación sonrieron imaginando los comentarios que, por un momento, distraerían a los enamorados de sus actividades. Afuera era de noche y las calles estaban desiertas. Sólo un loco o un suicida se atrevería a salir a esa hora; la hora de los perros de caza montados en los Ford Falcon, con sus escopetas recortadas y sus rostros de anfetamina y alcohol. No había sirenas ni uniformes. No había órdenes de allanamiento ni derechos individuales. Era la hora del terror y la muerte. Las desapariciones de Gerardo y María del Pilar fueron prácticamente simultáneas.

Mauricio alquiló una casa de dos plantas en el residencial barrio Beigrano, sobre la calle Juana Azurduy. Junto con ellos se instaló allí Asilú Maceiro, una mujer madura, nurse profesional. Ella también había tenido que exiliarse, perseguida por la dictadura uruguaya.
La ocuparon inmediatamente y compraron apenas los muebles imprescindibles; entre ellos, una cuna, tipo moisés, para el bebé. La seguridad, sin embargo, había empeorado: Sara comprobó que en el apuro había olvidado en la casa evacuada todos los papeles con los resultados de sus exámenes prenatales, además de su ropa. Descontaba que los militares ya habían hallado esa información y, por lo tanto, conocían su nombre verdadero y, lo peor, dónde tenía planeado parir.
Sara recordó que Rosario Pacheco, una estudiante de medicina uruguaya que había llegado a Buenos Aires con su familia huyendo de la dictadura, trabajaba en un laboratorio de análisis clínicos. Los conocimientos de Rosario eran por entonces más teóricos que prácticos, y la extracción de sangre fue dificultosa. Cuando ya no podía seguir buscando las venas en brazos de Sara, intentó en los tobillos. A esa altura, toda la familia Pacheco participaba en la escena hinchando por Rosario. “Esta vez sí, ahora vas a poder”, le decían mientras la trémula estudiante tomaba puntería con la jeringa y Sara miraba el techo. Rosario obtuvo los resultados de los análisis y dejó el nombre en blanco para que Sara lo completara cuando recibiera la nueva documentación.
La tuvo pocos días después —con el nombre de Stella Maris Riquelo— y debía elegir otra maternidad donde alumbrar. Acudieron a la Clínica Bastarica con un “verso” muy fresco pero bien aprendido: Stella Maris, su sposo -Mauricio—, y su adinerada madre —Asilú—, venían del Interior para que el parto fuese atendido por los mejores médicos de la capital. La decisión se había tomado a último momento siguiendo los consejos de una amiga de la familia que había tenido todos sus hijos en la Bastarrica, clínica que recomendó calurosamente. El “verso” funcionó a la perfección.
Sara se sintió más tranquila, pero en la calle la caza continuaba, implacable. En todo el mundo los grupos de uruguayos exiliados denunciaban los secuestros y asesinatos de sus compatriotas en Buenos Aires, y cada día debían agregar nuevos nombres a la lista de muertos y desaparecidos.
En la madrugada del 22 de junio, una semana después de haberse instalado en la casa de Belgrano, Sara sintió los primeros síntomas del trabajo de parto. Mauricio pasaba esa noche en otro local, retenido por una reunión. Asilú preparó té y se tendió en la cama junto a Sara. Las contracciones eran leves y espaciadas. Dormitaron hasta más allá del amanecer, con una calma expectativa. Temprano en la mañana, como estaba convenido, Mauricio telefoneó y resultó el más agitado por la noticia. Apenas unos minutos después estaba allí, listo para el viaje a la clínica.
Simón nació esa tarde en un parto rápido y sin complicaciones. Tenía la firma de los Gatti en la piel muy blanca y el cabello rojizo. Mauricio y Asilú saturaron la habitación con rosas y claveles, pero Sara quiso abreviar al máximo su estancia en la clínica y apenas un día y medio después de parir estaba de regreso en Belgrano, el único lugar donde sentía algo de seguridad.
La presencia de Simón entre aquellos seres acechados por una cacería humana que pasaría a la peor historia de las masacres políticas, representaba un triunfo de la vida sobre la muerte, la señal de que no todo estaba perdido. Pero al mismo tiempo era algo precioso a proteger; más, mucho más que la propia vida. Aunque ninguno lo confesara, todos eran conscientes de que Simón estaba amenazado por los mismos peligros que ellos estaban corriendo y temían por aquel niño que les traía esperanza, que los aterrizaba en una cierta “normalidad” desechada desde hacía muchó tiempo. Cambiar pañales, amamantar, comprar “la ropita”, descifrar el significado del llanto; nada de eso calzaba en una táctica de resistencia y de denuncia, en una estrategia política, pero era una motivación más —y muy poderosa— para sobrevivir.
La angustia por lo que le pudiera suceder al niño era fundada. Hacía y casi dos años que Floreal García, Mirtha Hernández y el hijo de ambo Amaral, habían sido secuestrados sin que nadie volviese a saber nada del pequeño. Floreal y Mirtha, junto a Graciela Estefanel, María de los Ange les Corbo y Héctor Brun, también secuestrados en Buenos Aires, aparecieron poco después acribillados en Uruguay, cerca de la localidad de Soca.  Desde entonces Sara había comenzado a sentirse, en cierta forma, mucho más desamparada. La apropiación de los niños era obviamente una política adoptada por los militares en el marco de la represión. Sara se preguntaba por qué se los llevaban, y Mauricio decía que para utilizarlos durante la tortura de los padres. Y era muy posible que Mauricio tuviese razón; ya había testimonios de eso.
Desde aquel 20 de noviembre de 1974, cuando aparecieron sus compañeros asesinados en Soca, la muerte había golpeado otras veces alrededor de Sara, y todos los casos le resultaban dolorosos. Pero algunos eran casi insoportables. Fue lo que sintió a principio de julio, apenas diez días después de haber parido, cuando se enteró de la desaparición de su amiga íntima Elena Quinteros.

Elena había sido detenida a mediados de junio de 1976 en Montevideo por las entonces llamadas “Fuerzas Conjuntas” (una coordinación de todas las fuerzas represivas del país que incluía a las tres ramas militares y a la Policía). Después de varios días de “interrogatorios” prometió llevar a sus captores a un contacto. Le creyeron, y el 28 de junio la llevaron hasta las inmediaciones de la embajada venezolana. En un descuido de la pareja de militares que la seguía de cerca, Elena entró corriendo en la sede diplomática y estuvo a punto de salvarse, pero quien después fuera identificado como el capitán Cacho Bronzini la alcanzó, golpeó a un funcionario de la embajada que intentó protegerla y con la ayuda de la mujer que lo acompañaba redujo a Elena y la arrastró hasta un vehículo particular. Poco después del incidente Venezuela rompió relaciones diplomáticas con Uruguay hasta el fin de la dictadura, en 1985, porque consideró que su territorio había sido violado por fuerzas oficiales de seguridad. Los militares uruguayos nunca reconocieron la detención de Elena.
Sara y Elena no sólo habían sido compañeras de militancia en magisterio, también eran muy amigas. Ahora, en Buenos Aires y con su hijo recién nacido, Sara recordó las últimas vacaciones que tomó en Uruguay, en el verano de 1971: ella y Elena se habían largado en tren hasta La Paloma, en la costa atlántica. Llevaban una pequeña carpita bastante traqueteada y la Instalaron en el Parque Andresito, junto a un verdadero campamento de unos parientes de Elena que, en caso de necesidad —y siempre lo era— les daban una mano. Durante aquellos días su relación se había afianzado compartiendo las cosas simples de la vida cotidiana. Conversaban sobre todo y confiaban sus intimidades con sinceridad. Elena regresó un par de veces a Montevideo para visitar a su compañero, el “Gallego” José Díaz, preso en un cuartel por Medidas Prontas de Seguridad. Esas habían sido sin duda
las mejores vacaciones de su vida; la noticia de la desaparición de Elena le provocó una profunda conmoción.
A partir de ese día empezó a sentir con claridad que todo se desmoronaba, que estaban encerrados en una trampa de la que no saldrían. Muchos años después Sara se preguntaría, sin hallar una respuesta satisfactoria, por qué no tuvo entonces el reflejo, el sano reflejo que tuvieron otros de escapar de Buenos Aires. En parte lo vivía como una especie de precio que había que pagar para alcanzar los cambios por los que luchaba, las reglas de juego de la revolución; pero también pensaba que ella no viviría para verla. Había una dosis de fatalismo que aceptaba con naturalidad, y no era la única. La mayor parte de los militantes que eran secuestrados en aquellos meses no portaba armas, no se resistía con violencia. Muchos, sin embargo, llevaban siempre consigo pastillas capaces de provocar la muerte en pocos minutos. Durante su cautiverio en Montevideo los militares uruguayos manifestaron delante de ella y en varias oportunidades, haber sido sorprendidos por la ausencia de armas en la mayor parte de los locales que habían allanado. Ellos esperaban una resistencia mucho más dura de la que encontraron.
Ese fatalismo estaba directamente asociado a las condiciones en que se desarrollaba aquella militancia en Argentina que, en el caso de Sara, ya duraba tres años. La clandestinidad en Buenos Aires exigía criterios de seguridad extremos. Las organizaciones de la izquierda argentinas estaban muy infiltradas, y las relaciones con ellas eran consideradas peligrosas. Todos los contactos de los militantes con Uruguay estaban reglamentados: no podían ni debían permitir que sus familiares los visitaran para no comprometer la seguridad. Los miembros de la organización debían permanecer compartimentados; no existían lugares “normales” donde encontrarse con amigos o conocidos. Tales eran las recomendaciones oficiales que los más ortodoxos, entre los que se encontraba Sara, cumplían estrictamente. Una inflexibilidad que, años más tarde, Sara relativizaría, porque si en algún caso la violación de esas normas dejó alguna punta suelta que los militares pudieron remontar hasta llegar a locales o militantes, también comprendió después que era algo normal pretender salvar algún retazo de la propia afectividad en aquellas circunstancias de casi total soledad. Y soledad no se manifestaba sólo en los aspectos humanos, sino también en
los políticos. Sara recuerda hoy que las noticias que llegaban del país eran analizadas, elaboradas, sopesadas; cada información se daba vuelta para un lado y para el otro hasta que se conceptualizaba, pero faltaba la vivencia directa. La realidad política se tornaba difusa; se perdía precisión en los análisis. Y eso provocó que la convicción de muchos militantes en el proyecto político entrara en crisis. Para Sara ello no justificará jamás las traiciones, pero sí algunas conductas de debilidad frente al enemigo. Se ha instalado una enfermedad: el fatalismo.
Simón imponía sus propios horarios a todo el grupo, y rápidamente las rutinas cotidianas comenzaron a organizarse de acuerdo a ellos. Decidieron incrementar al máximo las medidas de seguridad, limitando sus salidas a las estrictamente imprescindibles; dar amplios rodeos para salir y regresar, chequear constantemente la calle para detectar posibles seguimientos y hacer una llamada telefónica desde las cercanías de la casa para evitar las ratoneras.
Durante esos días Mauricio se había tenido que desdoblar en diferentes papeles: por un lado el compañero de Sara y flamante padre de Simón; por otro el dirigente político; y finalmente, el de hermano de un secuestrado. Los dos últimos habían entrado en conflicto dramáticamente en esos días. Los militares uruguayos habían iniciado una negociación con el Partido por la Victoria del Pueblo (PVP) fundado enjulio de 1975 en Buenos Aires a partir del núcleo de militantes de la ROE y de otras pequeñas agrupaciones como la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales (OPR 33), que en Uruguay había efectuado varias acciones militares, en general apoyando conflictos sindicales. Washington “Perro” Pérez, un exiliado uruguayo que había sido compañero de trabajo y de dirigencia sindical de León Duarte —otro de los conductores del PVP— en la fábrica de neumáticos FUNSA, fue detenido en el quiosco de venta de diarios que tenía en Rivadavia y Boyacá y trasladado encapuchado hasta un lugar que no pudo identificar. Allí los militares uruguayos le explicaron que él sería el chasque de una negociación: pedían una importante cantidad de dinero y la devolución de la bandera de los 33 Orientales —hurtada en agosto de 1969 del Museo Histórico de la Fortaleza del Cerro por un grupo que se identificó como Resistencia 33, algunos de cuyos miembros se habían integrado más tarde a la OPR y luego al PVP— como rescate por Gerardo Gatti. El “Perro” Pérez fue conducido hasta la habitación donde se encontraba Gatti y los militares tomaron una fotografía de ambos exhibiendo un ejemplar de un diario de ese día. El “Perro” percibió que Gatti había sido muy torturado y que su salud estaba notoriamente debilitada. Antes de irse pidió que le permitieran despedirse de su amigo y compañero. Cuando lo abrazó sobre el camastro, Gatti le susurró al oído: “Estos son unos asesinos; paren con esto porque van a terminar cayendo todos...”.
Pocos días después, y luego de establecer varios contactos con los militares uruguayos por intermedio de Pérez, el PVP decidió no aceptar el intercambio. Mauricio participó en el proceso de negociación como un dirigente más, y naturalmente se sintió desgarrado afectivamente cuando se tomó esa decisión, pero lo había convencido el argumento de que, una vez en poder de los militares, su hermano tenía las mismas chances de sobrevivir con o sin rescate. Si sus captores habían decidido asesinarlo, lo único que tal vez podía evitarlo era una enorme presión internacional, y eso ya se estaba haciendo. De todas formas, la situación pesaría para siempre en el ánimo de Mauricio. Aun años después, cuando vivía exiliado en España, le costaría velados reproches de su madre María Helena, para quien los compañeros de su hijo Gerardo no habían hecho todo lo posible por salvarle la vida.
En la última evacuación Sara apenas había tenido tiempo de manotear alguna ropa, y en la rápida selección había priorizado el ajuar del bebé. Al hacer el inventario lamentó más que nada haber dejado un cuento que Mauricio había escrito para Simón. Para ella sólo había rescatado un par de vestidos y un pantalón, todos apropiados para una embarazada. Pero ahora aquellas prendas le iban como un disfraz de carnaval en pleno invierno. Llamaba demasiado la atención. En la tarde del 13 de julio fue al Once, una zona comercial de Buenos Aires, y se compró alguna ropa.
Esa noche Mauricio no regresara a casa; tenía una reunión en un lugar alejado de Belgrano y no era conveniente circular durante la madrugada. Estaría de vuelta temprano en la mañana.
Sara y Asilú eran militantes con experiencia. Sabían que el enemigo iba ganando la partida y que no abandonaría la iniciativa. Pero allí, en la casa, se esforzaban por conservar la banalidad de los gestos cotidianos. Y Simón, con puntualidad de recién nacido, reclamaba sus fueros cada tres horas. Esa noche se habían entretenido hasta tarde con el niño que comenzaba a encontrar su ritmo regular de alimentación: la última mamada cerca de la medianoche, la primera a las seis de la mañana. Ahora, ya saciado, dormía en el moisés de mimbre que Sara había colocado en el lado de la cama que habitualmente ocupaba Mauricio. De pie sobre el lecho, Sara se probaba uno de los pantalones que había comprado esa tarde y Asilú le ayudaba a marcar el dobladillo mientras comentaba la facilidad con que había recuperado su silueta habitual: Así parecés una chiquilina!, decía la veterana. Sara, que se veía todavía más semejante a un tonel que a sí misma, la acusaba de utilizar el viejo mecanismo de quienes pretenden parecer más jóvenes quitándole edad a los demás.
Más que discutir, reían como si realmente fueran madre e hija. Quizá era una consecuencia del nacimiento de Simón, quizá ese inconsciente reflejo de los exiliados por el cual tienden a sustituir los lazos perdidos con nuevos afectos. Los adultos encuentran hermanos postizos; los niños eligen abuelos sustitutos entre los que peinan canas y llaman tíos a casi todo el mundo adulto. Pocos tienen a mano un pariente de sangre, pero la familia se extiende a los conocidos, amigos, compañeros. Una familia del corazón, sin rituales ni compromisos que, con los años, llegan a desvanecerse completamente.
Fue como si estallara una bomba. El timbre sonaba sin pausa mientras los vidrios de la puerta de calle caían destrozados. No hubo tiempo siquiera para pensar. Cuando Sara y Asilá llegaron a la puerta una docena de hombres vestidos de civil y armados a guerra entraban en la casa como una jauría histérica. La puerta era de hierro forjado con amplias ventanas y daba acceso a la cochera donde estaba estacionado el jeep que habitualmente utilizaba Mauricio para desplazarse. Les bastó romper los vidrios y girar la llave que estaba colocada en la cerradura, por dentro. Las dos mujeres fueron inmovilizadas contra el jeep mientras el resto de los hombres copaba la casa. Las órdenes eran gritadas; las puertas derribadas a patadas.
—Ustedes: aseguren arriba! iVos: acá, en la escalera! ¡Vamos! ¡Peinen todo!
Aquello sucedía vertiginosamente. Mientras las apuntaban con sus armas les preguntaban a gritos cómo se llamaban. Sara no lograba recordar su nuevo nombre falso, y apenas atinaba a exclamar: ¡Mamá! ¡Mamá!; ¿quiénes son estos hombres? Asilú le contestó que eran policías, y Sara, compenetrada con su papel aunque aún sin acordarse del nombre que figuraba en sus documentos, intentaba seguir con la comedia: ¡No, mamá; no pueden ser policías!
—Arriba no hay nadie! —gritó alguien.
Por un momento los militares quedaron algo desconcertados. Esperaban encontrar también a un hombre en la casa y sólo había dos mujeres. Pero la duda duró muy poco. Uno de los comandos había hallado en el doble fondo de un cajón la foto de Gerardo Gatti tendido en el camastro de Orletti. La tortura comenzó de inmediato. Asilú era golpeada en una habitación de la planta baja. Sara era demolida a puñetazos y patadas sobre la cama, en su dormitorio. A cada trompada Sara veía cómo se balanceaba el moisés de su hijo y trataba de sujetarlo para que no cayera al piso. Querían saber dónde estaban las armas; dónde estaba Mauricio y cuándo regresaría. Unos veinte minutos después cesaron los golpes y los insultos.
Otros cuatro hombres entraron al dormitorio. El que parecía conducir el operativo recorrió la habitación con la mirada deteniéndose brevemente en el moisés. Tomó una funda, le hizo un nudo en un extremo, fue hasta el placard y comenzó a llenarla con todo lo de valor que caía bajo sus ojos. Miró a Sara y le preguntó: —Sabés quién soy, no? —Sara negó con la cabeza.—No me conocés? Soy el mayor del ejército uruguayo José Gavazzo, y él —dijo señalando aun hombre a su lado—, es oficial del ejército argentino.
Muchos años después Sara reconocería al “oficial argentino” como el nazi Aníbal Gordon, jefe de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA).
—,Dijo algo? —preguntó Gavazzo.
a—Dice que no hay armas —contestó uno de los hombres que se distinguía de los demás por su peculiar saña al golpear. Era alto, delgado, de cabello negro peinado “a la gomina”. Todo su aspecto era repulsivo. De pronto sacó una cadena de bicicleta de un bolsillo y la hizo zumbar en el aire.
—Déjeme a mí, mayor; déjeme darle que le saco todo en dos minutos — rogaba.
Los comandos abandonaron provisoriamente a las mujeres y con la misma violencia que habían ejercido contra ellas se abocaron al registro minucioso del lugar. Destrozaron los muebles; despanzurraron los colchones a cuchillo; hicieron saltar los marcos de las puertas; desfondaron los placares. Nada quedó sin registrar. —Señora, tome al niño -dijo Gordon, que hacía pocos minutos la había golpeado brutalmente. Quería registrar la cuna. Sobre la cama había un muñeco que Mauricio había comprado para Simón. Uno de los hombres lo tomó de los cabellos y con un gesto rápido y seco le cortó la cabeza con un cuchillo para revisar su interior. No encontró nada.
Sara estaba sentada en el piso, encogida en un rincón del dormitorio. Le sangraban la boca y la nariz, pero no se dio cuenta hasta que vio las manchas en la ropa de Simón. No sentía dolor. Sabía que sólo podía esperar algunos días más de vida y que sería salvajemente torturada. Su nombre sería otro más en la lista de desaparecidos. Pensó en su familia, en Mauricio, y se aferró al pequeño cuerpo de su hijo. El debía sobrevivir. Simón tenía que vivir. Lo apretaba contra su pecho. Ya no podría ser su abrigo. Ya no podría protegerlo, amamantarlo, criarlo. Pero quería creer que ése no era su fin.
Escuchó a alguien decir algo sobre el “traslado”. Apretó a Simón con más fuerza y cerró los ojos. Gavazzo entró en la habitación.
—Mejor dejalo; adonde vas no podés llevarlo. El va a estar bien, no te preocupés. Esta guerra no es contra los niños.
Sara no respondió. Hizo todo el tiempo que pudo, pero el tiempo se acabó. Unas manos se adelantaron intentando sacarle a Simón. Ella se aferró a él y tuvieron que golpearla para quitárselo. Fue la última vez que Sara y Simón se abrazaron, se besaron.
Mucho tiempo después, cuando tuvo tranquilidad de espíritu para analizar todo lo que había vivido, Sara se culpó de no haber luchado con más fuerza para evitar que la separaran de su hijo. Recordaría siempre el caso de Margarita Michelini, también secuestrada esa misma noche por otro grupo, quien gritó y se debatió de tal forma que sus captores le permitieron entregar su bebé a unos vecinos antes de subir al vehículo que la llevaría con destino desconocido. Pocos días después, el niño fue recuperado por la familia Michelini. Era una conclusión tan dolorosa que Sara se le fue aproximando lentamente, durante varios años. Finalmente asumió que su actitud se debió al escepticismo con que vivió aquel período: estaba convencida de que su vida terminaría en algún recodo de la lucha, y en aquel momento límite sintió que llevarse a Simón equivalía a arrastrarlo con ella a una muerte segura. Pero una duda quedaría instalada: la de no haber utilizado las posibilidades de negociación que, quizá, existieron y ella no exploró.
Atadas de pies y manos, amordazadas y con una bolsa de nailon cubriéndoles la cabeza, las dos mujeres fueron arrojadas al piso de una camioneta. Luego cargaron todos los objetos que no habían hecho pedazos. Era la tajada material del botín. El vehículo hizo varias paradas y en cada una de ellas se agregaron nuevos detenidos. En la parte trasera de la camioneta no quedó lugar ni para el miedo. Paralizada por las ataduras y al borde de la asfixia, Sara ocupó su mente con una sola idea: ahorrar la mayor cantidad posible de energía para intentar la fuga en la primera oportunidad.
No sabía cuánto tiempo llevaba tirada en el piso de la camioneta. De pronto sintió que el vehículo se detenía nuevamente; escuchó que se elevaba una cortina metálica y después el ruido del motor entrando a un lugar cerrado. Ella no lo vio, pero sobre la cortina metálica había un gran cartel de latón en el que estaba pintado un nombre: “Automotores Orletti”. Era un centro clandestino de detención con fachada de taller mecánico que los comandos del ejército argentino compartían con sus colegas uruguayos. La costumbre del lugar era recibir a los recién llegados con una golpiza. Sara y Asilú no fueron excepciones.

Mauricio había crecido junto a un hermano mayor que parecía extraído de un manual sobre los hábitos clánicos. Desde muy pequeño Gerardo lo había introducido en los ambientes que él frecuentaba. Fue Gerardo quien le hizo posible descubrir la cerámica artística, una de sus pasiones. Aún recordaba con nitidez el día en que su hermano lo llevó a la legendaria Comunidad del Sur y le presentó a quienes trabajaban en el taller de cerámica. Entonces él era apenas un púber, pero todavía hoy guardaba en el rincón más cálido de su corazón el sabor de aquellas primeras incursiones al anarquismo práctico y teórico. Aquel grupo pretendía construir una microsociedad libertaria en el seno del capitalismo.
Gerardo era linotipista, y continuando la tradición de su gremio era un obrero tan formado como cualquier intelectual. Era, además, un hombre cálido, comunicativo, luchador y carismático, virtudes que lo habían convertido en uno de los principales líderes sindicales del país, fundador de la Convención Nacional de Trabajadores que nucleó en su seno a casi todos los sindicatos uruguayos. Mauricio era más bien hosco, algo solitario, hipersensible. Había repartido su vida entre la creación y la militancia. Escribía, dibujaba, pintaba, pero era en la cerámica donde sentía que se expresaba mejor. Las características de su personalidad eran mucho más las de un artista, bohemio y orejano, que las de un dirigente político. El momento histórico, el ámbito en el que vivía y su conciencia individual lo colocaron en ese papel que intentaba cumplir cabalmente.

Aquella noche la reunión había durado hasta la madrugada. Muy temprano en la mañana del 14 de julio, mientras regresaba a Belgrano desde el otro extremo de la ciudad, Mauricio pensaba que quizás ahora, con tanta casa a disposición, podría comprar un pequeño horno e instalar un tallercito en el garaje. Extrañaba el barro y la sensación de libertad que experimentaba cuando sus dedos lo maleaban con la delicadeza de un sombrerero, o cuando lo golpeaba contra la madera de una mesa, con la impiedad del herrero. Le comentó su proyecto al compañero que venía conduciendo el coche, sabiendo que enunciar una idea es la mitad de su concreción. Habló largamente sobre el tipo de horno que necesitaría, sobre la cantidad de horas por día que pasaría encerrado en el taller y repasó los comercios donde podría intentar colocar sus obras para ganarse unos pesos. Aventaba la apestosa muerte de’su cabeza. No la propia —él, como todos, sabía que podía quedarla en cualquier momento, pero, igual que los demás, no pensaba que moriría—, sino la que planeaba como un buitre sobre el cuerpo roto de Gerardo en la fotografía.
La había observado cientos de veces en esos pocos días. Hacía un esfuerzo mental por borrar de esa imagen todo lo que no fuera la mirada de su hermano, tratando de descubrir un destello, un leve brillo portador de algún mensaje descifrable sólo por él. Por momentos se sorprendía esperando que el rostro en la foto hiciera una guiñada, esbozara una sonrisa, como diciendo: “No pasa nada, muchachos; me hago el destrozado para no avivar a estos giles; en realidad estoy entero”. Pero la imagen le devolvía siempre esa expresión con apenas un hilo de vida, lúcida pero marchita. Lo estaban masacrando despacio y quizás ya todo había terminado.
Estaban cerca del Centro. Mauricio le pidió al conductor que parara frente a un bar, se bajó del coche y entró. Pidió el teléfono y marcó el número de la casa de Beigrano. Volvió a discar cuatro o cinco veces más. Regresó al automóvil como si alguien lo viniese persiguiendo.
—j,Qué pasa? ¿Qué pasó hermano? —preguntó el conductor mientras arrancaba en segunda y haciendo chirriar las gomas por puro reflejo.
Mauricio estaba gris y, de pronto, parecía veinte años más viejo. Apenas habían recorrido una cuadra cuando estalló.
—La putísima madre que los parió; milicos hijos de mil putas; hijos de puta! —gritaba dando puñetazos al tablero del auto.
—j,Qué carajo...? ¿Qué mierda pasa?
—En la casa... donde está la Petisa; no contesta nadie ¡la puta madre que lo parió!
—¿Estás seguro de que no salió a algún lado?
—j,Adónde va a ir a esta hora, hermano? No, no...
—No sé... a comprar el pan, la leche. Yo qué sé.
—No, no, no... Se los llevaron, ¿entendés? Se los llevaron a todos. ¡Carajo! ¡Carajo!
Se detuvieron en otro boliche para llamar nuevamente. Nada. Decidieron ir hasta Belgrano y pasar frente a la casa sin llamar la atención. Mauricio apretaba la mandíbula y ahora sus facciones parecían de piedra. Estaba fuera de control. Su compañero percibió que iba a tener que estar muy alerta si quería evitar un desastre.
Pasaron una vez frente a la casa, pero no vieron nada.
—Arrimate más al cordón y pasá más despacio. ¿‘ta?
—Bueno, bueno; pero, por favor, no hagas ninguna macana.
—Dale, doblá acá.
En la segunda pasada el conductor tomó muchos más riesgos que los aconsejables. Se pegó a cordón de la vereda y recorrió la cuadra muy lentamente, tratando de dar la impresión de que eran extraños en el barrio buscando un número que no hallaban. Mauricio, sin embargo, ni siquiera pensó en disimular; miró fijamente hacia la casa todo el tiempo que pudo. Las palabras salieron a presión entre sus dientes.
Te lo dije; te lo dije.
—j,Qué? ¿Qué viste? Yo no vi nada.
—Los vidrios de la puerta están rotos. Hay vidrios en el piso. Se los llevaron.., a todos.
Estaban dando vuelta en la esquina cuando el conductor vio que Mauricio manoteaba la puerta. Puso el cambio y aceleró a fondo. Mauricio estaba enloquecido de dolor. Le ordenaba a su compañero que detuviera el coche de inmediato mientras sostenía la puerta a medio abrir, pero el conductor cruzó tres calles con el pie pegado al piso. Mauricio se abalanzo sobre el volante y forcejeó hasta que el vehículo frenó bruscamente. Dentro del automóvil se desencadenó una verdadera lucha cuerpo a cuerpo. Mauricio soltó la primera trompada. Gritaba, golpeaba y sollozaba él mismo tiempo. Su compañero lo redujo sin miramientos.
—Calmate! ¡No podés hacer nada, ¿entendés?!, ¿Qué querés? ¡Te van a limpiar como a una liebre! ¡Sabés que hay una ratonera!
Mauricio fue cediendo; apoyó la cabeza en el pecho de su compañero y lloró desconsoladamente.
—No me importa. No me importa nada... nada de nada.
Ya en lugar seguro, Mauricio recuperó el control e hizo lo que debía hacer, Fue telefoneando a todos los locales y, al fin de la recorrida, concluyó que esa noche habían sido secuestrados casi veinte de sus compañeros. Comprendió que él aún estaba libre por pura casualidad. Si la reunión hubiese sido otro día, o hubiese terminado más temprano...