domingo, 11 de marzo de 2012

INTRODUCCIÓN. Buenos Aires - 1976

INTRODUCCIÓN

Buenos Aires - 1976 Ostensibles o escondidas, las armas erizaban las calles. El miedo y la pólvora impregnaban el aire, los muros y las caras. La violencia, en realidad, no era nueva en Argentina, duraba desde hacía por lo menos 40 años. Pero ahora era diferente, se trataba del verdadero terror. La siniestra AAA (Alianza Anticomunista Argentina), una organización que nucleaba a policías, peronistas de derecha y fundamentalistas de extrema derecha fundada por el entonces ministro de Bienestar Social, José López Rega —también conocido como el “Brujo” por su devota práctica de cultos esotéricos—, y por el nazi Aníbal Gordon, había inaugurado ya en 1974 el método del secuestro de opositores y su posterior asesinato o desaparición. López Rega había sido un oscuro cabo retirado de la policía, hasta que se ganó la confianza de Juan Domingo Perón en el exilio y, sobre todo, la de su esposa, María Estela Martínez de Perón, Isabelita para el pueblo. En mayo de 1974, desde la presidencia de la República, Perón lo ascendió de cabo a comisario general, salteándose 15 grados. En julio de 1974, tras la muerte de “el General”, Isabelita asumió la presidencia y con ella los sectores fascistas del peronismo.
En setiembre de ese año ya sumaban 130 los asesinados por la “Triple A” y numerosos intelectuales, docentes y artistas —entre ellos Norman Briski, Nacha Guevara, Horacio Guarany, Luis Brandoni, Mercedes Sosa y Héctor Alterio— se habían exiliado después de recibir amenazas de muerte. El gobierno de ¡sabelita clausuró diarios, intervino universidades y encubrió la masacre de opositores, mientras llovían las denuncias en su contra por corrupción y los movimientos guerrilleros —fundamentalmente el trotskista Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y los Montoneros (peronistas de izquierda)— intensificaban sus acciones y atentados.
López Rega cayó en desgracia en julio de 1975 como efecto de luchas internas en el peronismo y se retiró a Estados Unidos, pero no por ello dejó de actuar la AAA. Los militares fueron ganando espacios progresivamente hasta que asumieron la lucha contra la guerrilla en todo el país. El gobierno estaba a un paso. A principio de marzo de 1976 el matutino bonaerense La Prensa informó que, según una estimación de “las fuerzas de seguridad”, en los últimos tres años habían muerto 1.358 personas “por causas políticas”, de las cuales 1.122 eran civiles.
Los militares argentinos, habituados a ser protagonistas en la vida política de su país, derrocaron al gobierno peronista el 24 de marzo de 1976 y una Junta de Comandantes designó presidente de la República al teniente general Jorge Rafael Videla. A partir de entonces las bandas parapoliciales fueron integradas a un verdadero plan de exterminio orquestado desde las propias fuerzas armadas. Los grupos operativos combinados tuvieron a su disposición no sólo la infraestructura castrense, sino también los recursos y la cobertura del propio Estado. Los comandos secuestraban opositores de día y de noche, en sus casas, sus trabajos o en plena calle. La impunidad era absoluta.
Los militares uruguayos ya estaban en el gobierno desde 1973 y habían logrado establecer algún contacto con las primigenias bandas parapoliciales argentinas. Gracias a ello, en 1975 pudieron asesinar a varios opositores orientales que se habían exiliado en Buenos Aires. Pero esta era la ocasión de operar en grande. Y no la desperdiciaron. El 7 de mayo, 45 días después del golpe de Estado, el entonces canciller uruguayo Juan Carlos Blanco viajó a Buenos Aires donde se entrevistó con su homólogo argentino y con altos jerarcas militares, quizás para ajustar detalles políticos y diplomáticos antes de liberar la jauría.
El acuerdo fue sellado: los comandos uruguayos podrían actuar libremente en territorio argentino y recibirían apoyo logístico de las fuezas locales. Los resultados fueron inmediatos: apenas 15 días después de esa entrevista fueron secuestrados en sus domicilios porteños y posteriormente asesinados el senador Zelmar Michelini, exministro y figura de importante trayectoria en el tradicional Partido Colorado al que había abandonado en 1971 para fundar junto a otros políticos el Frente Amplio, y el diputado Héctor Gutiérrez Ruiz, joven y brillante parlamentario del Partido
Nacional. Sus cadáveres fueron hallados dentro de un automóvil junto a los de otros dos uruguayos: Rosario Barredo y William Whitelaw. El excandidato a la presidencia por el Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate, era el quinto en la lista de esa noche, pero logró escapar milagrosamente y buscó refugio en Europa. Como tantos otros uruguayos, éstos habían optado por el exilio luego del golpe de Estado y desde allí denunciaban permanentemente al régimen militar. De ahí en adelante, centenares de uruguayos exiliados en Buenos Aires sufrirían persecución, torturas, muerte y desaparición como resultado de un plan de exterminio de opositores que sería conocido como “la guerra sucia”, uno de cuyos aspectos contemplaba la cooperación entre los ejércitos de las dictaduras de la región, una coordinación represiva: la “Operación Cóndor”.
La guerra sucia regional —cuyo principal escenario fue Buenos Aires— tuvo varios objetivos. Quizás el más siniestro de todos fue el referido a los niños, contra quienes también se aplicó una política sistemática de secuestro y desaparición, con la variante de que ellos eran en general conservados con vida y entregados a familias de represores. Los niños fueron considerados un “botín de guerra”, y su despojo adquiría el sentido de agregar a la eliminación física una suerte de “desaparición moral” del “enemigo”, pues su descendencia sería educada en un sistema de ideas y valores que no sólo justifica el asesinato de sus verdaderos progenitores, sino que también proclama la voluntad de volver a hacerlo si se estimara necesario. El efecto más perverso de esa política es que seguramente muchos de los niños aún no encontrados interpretan aquella etapa de la historia reciente según el punto de vista de sus verdugos: sin saberlo, estarán calificando a sus padres como “terroristas”, “asesinos”, “traidores a la patria”, y utilizando los mismos conceptos de discriminación política que pretendieron justificar un genocidio del cual ellos son, en realidad, víctimas.
En esa época desaparecieron en Argentina (según una lista parcial elaborada por las Abuelas de Plaza de Mayo) 72 niños, de los cuales 40 fueron recuperados y seis aparecieron asesinados. 26 aún no han sido ubicados. 131 mujeres fueron secuestradas estando embarazadas y hay pruebas de que la mayor parte de ellas dio a luz. De esos niños nacidos en cautiverio hasta ahora sólo cuatro fueron identificados.
La guerra sucia fue también contra los niños.
Sara y Simón son dos de sus víctimas, y así fue como sucedió.