jueves, 8 de marzo de 2012

ORLETTI

ORLETTI
El “pozo de Orletti” fue uno de los “chupaderos” más activos de aquellos años y cuartel general de los militares uruguayos en Buenos Aires. En la planta baja de lo que había sido una automotora se apiñaba la mayor parte de los prisioneros. En el piso superior se hallaba la sala de torturas, una cocina y una habitación que ocupaban los militares. Allí mismo, distribuidos en pequeños cubículos aislados entre sí por delgadas mamparas, estaban los secuestrados considerados más importantes y, por lo tanto, torturados con mayor asiduidad. Entre otros, los dirigentes sindicales Hugo Méndez
—textil—, Enrique Rodríguez Larreta (hijo) y Gerardo Gatti.
Después de la paliza de bienvenida los nuevos detenidos fueron desfilando ante un militar que llenaba una ficha con los datos personales, día y lugar de detención. En el piso había un montón de cartoncitos, Alguien tomó uno y se lo colocó a Sara colgando del cuello. Era el número. Poco después, sentada en el piso, comenzó a reconocer las voces de otros secuestrados. Había muchos de sus compañeros. Y empezaron a rondarle las preguntas: ¿cómo llegamos a esto?; ¿qué pasó?; ¿quién más está?; ¿quién zafó? La voz de León Duarte, dirigente sindical y del PVP secuestrado esa misma noche, resonó cerca suyo: “A resistir, compañeros, que aquí nos graduamos de revolucionarios”.
El mensaje del ‘Loco” Duarte tuvo un efecto inmediato en Sara. Le hizo saber que no estaba sola, que otros compañeros suyos compartían lo que estaba sintiendo en ese momento y que se preparaban para enfrentar lo que venia; que de alguna manera eran todos un solo cuerpo soportando juntos los tratamientos crueles que les infligía su enemigo; que no eran apenas víctimas, sino miembros de una organización política ante una nueva etapa de su lucha.
Sara vivió aquella llegada a Orletti con una mezcla de angustia y expectativa; estaba comenzando a enfrentar una situación límite que, inconscientemente, había esperado desde hacía mucho tiempo. Mientras la subían por la estrecha escalera de madera que conducía a las salas de tortura en la planta alta, Sara se dio cuenta de que trepaba los escalones más rápido de lo que la obligaban. El soldado que la escoltaba le comentó a otro; “Pero mirá a esta loca; está sonriendo!”. Y era cierto. Eran los nervios, pero también que quería enfrentarse de una vez por todas a ¡a tortura, una prueba que había asumido como inevitable. Había llegado el momento; ¿cómo sería? Sabía que cuando comenzara, empezaría a terminar. En lo último que pensó mientras la colgaban para aplicarle la picana eléctrica fue en la voz de Duarte: “A resistir, compañeros...”.
El mayor sufrimiento que padecían los secuestrados era escuchar los gritos de sus compañeros mientras eran torturados. Cuando Sara los oyó por primera vez se propuso “aguantar”, no gritar jamás. Pero cuando estuvo colgada y mientras le aplicaban la picana eléctrica en todo el cuerpo, gritó; gritó con toda la violencia de que fue capaz, comprendió que el grito explotaba como un reflejo físico inevitable, y también que era la única forma de expresar que aún se resistía, el último reducto de la protesta. Pero sobre todo, el único contacto posible con la sensación de estar vivo.
El mundo era un hilito de aire que se filtraba a través de la oscuridad, de la capucha; se colaba entre sus labios resecos, partidos, hinchados, pasaba por su garganta en llaga viva de tanto gritar y apenas llegaba a sus pulmones con un silbido agudo, arrítmico. Era lo único que sentía al salir de aquella primera sesión de “máquina”. Después, mucho rato después, comenzó a percibir el resto de su cuerpo; una pequeña masa dolorida que se enrollaba en el piso de cemento lustrado y frió. Todavía no sabía que alrededor de ella había varias decenas de secuestrados, todos bárbaramente torturados, vestidos con andrajos o completamente desnudos, algunos ya reducidos a jirones humanos.
Al moverse levemente Sara sintió una presencia a su lado, tocó una pierna, un pantalón vaquero. Escuchó una voz diciendo que los cuerpos se dan calor, y ambos, lentamente, se acercaron lo más que pudieron el uno al otro. Esa fue la primera manifestación de solidaridad básica, instintiva, total, de las muchas que compartieron y se prodigaron entre sí los detenidos sobrevivientes de Orletti. Nació entre ellos un vínculo profundo de compañerismo y amistad que se prolongaría durante muchos años.


Encapuchados y esposados a la espalda, los prisioneros estaban limitados a percibir la realidad sólo por medio de sus oídos. En los escasos momentos en que los militares apagaban la radio puesta a todo volumen para disimular los gritos de los torturados, los secuestrados escuchaban que muy cerca (¿enfrente?) pasaban trenes; y del otro lado debía haber una escuela porque dos veces por día les llegaba el bullicio de los recreos.
La actividad central de los carceleros era la tortura sistemática y salvaje. Los métodos comúnmente utilizados eran el submarino y la electricidad, aplicada por medio de una suerte de taparrabo metálico que se ajustaba a la cadera del prisionero de forma que quedara en contacto pleno con sus genitales. El voltaje de la corriente era regulado mediante un dispositivo que llamaban “el aparatito”, y que los militares argentinos se ufanaban de haber inventado para “trabajar” con mayor precisión y comodidad. Para aumentar el efecto del choque eléctrico, los torturados eran colgados de un gancho que pendía del techo y que se regulaba para que ¡a víctima tocara el piso sólo con las puntas de los pies. El suelo se mantenía permanentemente mojado y cubierto con gruesos cristales de sal que, además de mejorar la conductividad, producían dolorosísimas heridas. Sara fue llevada allí una y otra vez. Fueron días de una crueldad demencial, absoluta e inhumana que no se detenía nunca, porque los dolores ajenos dolían tanto o más que los propios.


Montevideo. 20 de julio de 1976. La reunión se efectuó al anochecer en un lujoso chalé de Carrasco. Cuatro militares uniformados fueron recibidos en la entrada por el dueño de casa —un acaudalado hombre de negocios políticamente vinculado a la dictadura— y por el embajador estadounidense, Ernest Siracusa, Los militares eran el jefe del Estado Mayor Conjunto (Esmaco), contralmirante Víctor Sanjurjo, los comandantes en jefe de cada una de las armas, Julio César Vadora por el ejército, el vicealmirante Saúl González lbargoyen por la armada y el brigadier Dante Paladino por la aviación.
El Senado estadounidense discutía desde hacía varios meses una propuesta del demócrata Edward Koch que impulsaba la suspensión de la ayuda militar del Pentágono a las dictaduras latinoamericanas, acusadas de violar sistemáticamente ¡os derechos humanos mediante desapariciones forzosas, torturas y asesinatos.
La propuesta había sido bautizada como “enmienda Koch”. Partidarios y detractores trabajaban intensamente para volcar la opinión del Congreso en uno u otro sentido. La campaña contra la enmienda argumentaba que los países bajo gobierno dictatorial estaban librando una guerra frente a un peligroso enemigo financiado y entrenado por el comunismo internacional, y que sin la ayuda de Estados Unidos esos gobiernos caerían rápidamente en manos de los terroristas.

Las copas estaban servidas. El fuego ardía en el hogar. Los seis hombres ocupaban los amplios sillones de la sala formalizando el encuentro.
—Bueno, embajador; aquí estamos. Hable con sinceridad —dijo Vadora.
—Los he llamado a esta reunión porque tengo información fresca de Washington. En concreto, y según lo que ustedes me solicitaron, recorrí mis contactos en el Congreso. La evaluación es negativa: tal como están las cosas en este momento, si la enmienda Koch se aprueba Uruguay integrará la lista de los países que dejarán de recibir nuestra ayuda militar.
—,Hay alguna posibilidad de influir en esa decisión? ¿Se puede sacar a Uruguay de esa lista? —preguntó Sanjurjo.
—No quiero engañarlos: es casi imposible, pero se puede intentar. Habría que demostrar que el país se encuentra en peligro real, que está siendo atacado por grupos bien organizados, poderosos en gente, armas y dinero. En todo caso, cualquier acción que se ejecute debe ser muy espectacular e incuestionable.
Hubo un incómodo silencio que rompió Vadora.
—Puede haber un plan —dijo, y lo explicó.
Se trataba de monta un falso operativo de invasión utilizando a militantes izquierdistas prisioneros en Buenos Aires. Vadora informó que en ese momento tenían allá algo más de 30 “detenidos”, pero que algunos de ellos eran demasiado importantes y peligrosos como para incluirlos en la operación. En su opinión, no sería difícil obtener la colaboración de los prisioneros ya que su alternativa era cooperar o morir. El principal escollo sería convencer a los militares argentinos de cambiar la metodología de “limpieza total” previamente adoptada.
Hubo acuerdo general y distribución de tareas: Siracusa se encargaría de hacer llegar la información al Departamento de Estado; el hombre de negocios gestionaría el apoyo del sector financiero estadounidense con representación en Uruguay para que las casas matrices utilizaran sus influencias en el Congreso de Estados Unidos. Los militares debían implementar la fase operativa. Mencionaron al coronel Amaury Prantl, jefe del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA), y al mayor José Gavazzo —“un especialista”, dijo Vadora— para que se hicieran cargo de la selección de los prisioneros que se utilizarían en la operación. Con los demás se procedería según el plan original.

Orletti era el sótano del infierno. Todas las noches se despachaba por menos un “traslado” (un grupo de prisioneros era subido a vehículos q partían a toda velocidad; nadie los volvía a ver), y ya entrada la madruga las mismas camionetas regresaban con nuevas víctimas. La tortura esta organizada como una cadena de producción que jamás se detenía. Pero aquí no se armaban autos, sino que se desmontaban seres humanos. Sara presenció muchas escenas terribles, actos que excedían el “profesionalismo” del verdugo para ingresar al terreno de la crueldad pura, de lo aberrante.
En aquellos días de julio de 1976 permanecían secuestrados en Orletti varios familiares de Mario Santucho, líder del grupo guerrillero argentino Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Allí estaba Carlos, cuyo único delito era ser hermano del dirigente prófugo. El 19 de julio Mario Santucho resultó muerto en un enfrentamiento con los militares. La noticia repercutió inmediatamente en Orletti. Esa misma noche hubo una fiesta y excepcionalmente se suspendió la calesita de torturas. Se encargó comida y bebida a un conocido restorán porteño y hasta llegaron algunas mujeres, obviamente contratadas para la ocasión.
En la planta baja de Orletti, sentados en tomo a una larga e improvisada mesa y rodeados por los prisioneros deshechos y encapuchados, los militares brindaron por la muerte. El festejo fue largo y escandaloso, hasta que la mayor parte decidió continuarlo en otro lado dejando en el local apenas el personal imprescindible. Euforizado por el alcohol y la victoria de esa noche, uno de los guardias preguntó a los prisioneros cuánto tiempo hacía que no comían (era en realidad una pregunta irónica, pues en Orletti no estaba previsto alimentar a los prisioneros).
—Cinco días —respondió alguien.
El hombre tomó las sobras del banquete y las distribuyó, autorizando a los detenidos a quitarse vendas y capuchas mientras comían. Sara recuerda que fue el único momento durante la estadía en Orletti en el que los secuestrados pudieron verse las caras, comunicarse, tratar de levantar el ánimo de los más estropeados. Cuando habían terminado de comer esos maravillosos restos, un prisionero pidió de beber; el guardia sirvió en tazas y vasos de plástico lo único que había: champaña, y les ordenó volverse a colocar los vendas en los ojos.
Apenas unos minutos después los mismos guardias se acercaron a Carlos Santucho. Parecieron interesarse por el estado de sus piernas gangrenadas a raíz de las heridas que le habían causado en la tortura.
—Querés que te llevemos a ver un médico? —le preguntaron.
Santucho había perdido la razón como consecuencia de las torturas que le infligían desde hacia varias semanas. Deliraba en voz alta durante la mayor parte del día, pero pudo contestar.
—Sí; un médico, un médico...
—Te vamos a llevar a Campo de Mayo. Ahí hay un médico que cura todo.
Sara estaba acostada en el piso y pudo observar la escena por debajo de la venda. Fueron dos guardias de civil, uno de ellos con un fuerte acento provinciano; Lo levantaron riendo, haciendo bromas, y delante de todos los prisioneros lo ahogaron en un tacho con agua mientras comentaban: — Ahora te está recibiendo el doctor San Pedro.
También estaba secuestrada allí Manuela, hermana de Mario Santucho. Como Carlos, su único delito era el apellido. Al día siguiente de la muerte del líder del ERP y del asesinato de Carlos, un oficial con alto grado que Sara no pudo identificar irrumpió muy temprano en la planta baja de Orletti, se dirigió hasta Manuela, le arrancó la venda y le ordenó que se pusiera de pie. Luego le extendió un recorte de prensa.
—¡Lea, y en voz alta! —gritó el oficial.
Manuela Santucho tuvo que leerles a todos los prisioneros un artículo publicado en un diario de ese día que relataba minuciosamente el enfrentamiento en el que había muerto su hermano. Manuela es hoy una desaparecida.
La convivencia entre militares uruguayos y argentinos en Orletti no era sencilla. Sobre todo con los paramilitares argentinos, empleados a discreción durante la guerra sucia. En general se trataba de personas con formación militar por haber revistado en algún servicio de las Fuerzas Armadas, pero que por diversas razones habían renunciado o perdido su vínculo formal con el estamento castrense. Compartían los objetivos ideológicos de la tarea que estaban realizando, pero eran casi ingobernables, principalmente cuando había que aplicar la violencia. Casi todos parecían disfrutar con los tratamientos más crueles; siempre eran voluntarios para las palizas y la tortura y alardeaban permanentemente de sus armas. Los militares los utilizaban, pero no los consideraban elementos confiables.
Las discusiones eran constantes y por las cosas más nimias: desde quién debía hacer las guardias —los paramilitares se quejaban de que habiendo más prisioneros uruguayos que argentinos, siempre les tocaba a ellos efectuarlas—, hasta quién hacía los mandados. Un día dos de ellos recibieron la orden de ir a buscar aceite para cocinar. Armaron un escándalo, pero obedecieron. Al rato regresaron en un enorme camión cargado con centenares de latas de lubricante para automóviles.
—Querían aceite? Aquí tienen aceite —gritaban desde la cabina mientras introducían el vehículo en el local.
Todos festejaron la ocurrencia. Con la misma espontaneidad eran capaces de asesinar a un prisionero de un tiro entre los ojos.
Pero cuando Gavazzo regresó de Montevideo con la noticia de que más de 20 de los uruguayos secuestrados serían repatriados, se generó un durísimo enfrentamiento entre oficiales de ambas nacionalidades.
Los argentinos exigían que se respetara el acuerdo según el cual no habría supervivientes, y consideraban que violar el pacto no sólo constituía un riesgo para su seguridad, sino además, y sobre todo, un grave error político.
Los prisioneros percibieron que algo extraño estaba sucediendo, aunque no podían precisar qué era, hasta que alguien sorprendió una conversación entre dos guardias:
—Parece que los uruguayos se van a cambio de plata —dijo uno de ellos.
Todos los secuestrados en Orletti conocían el antecedente del rescate que propusieron los militares a cambio de Gerardo Gatti, por lo que no les resultó imposible que ahora se hubiesen reiniciado esas tratativas por todo el grupo de prisioneros. En realidad, no existieron otras negociaciones ni hubo más contactos entre militares y dirigentes del PVP. Pero es posible que ése haya sido el argumento final que Gavazzo usó con los argentinos para que accedieran a la repatriación, y quizás hasta les ofreció una parte del botín. La transacción era una mentira, y su descubrimiento por parte de los argentinos explicaría la interrupción de la coordinación durante más de un mes, hasta mediados de setiembre, cuando se lanzaría una segunda oleada de secuestros de uruguayos en Buenos Aires.
El trato que recibían cambió ligeramente. Sara intentó ordenar sus pensamientos y, a pesar de que aún no estaba segura de sobrevivir, decidió concentrar su energía en memorizar todos los detalles auditivos que, quizás, algún día, podrían ser útiles para identificar ese lugar. Registró la escuela y la vía férrea, e intentó ponerles nombres a las caras que había logrado ver y un rostro a los nombres que había escuchado mencionar. Constató que varios prisioneros ya no estaban y que tampoco oía las voces de Gerardo Gatti, León Duarte, Hugo Méndez y otros.
Durante los 13 días que estuvo en Orletti Sara evitó cualquier pensamiento que se relacionara con lo que había dejado tras las puertas del chupadero, todo lo que había perdido. Tenía la convicción de que podía aguantar muchas cosas: la picana, el submarino, las palizas, las amenazas o los simulacros de fusilamiento. Pero imaginar a Simón en aquel lugar, apenas permitirse evocarlo, era superior a sus fuerzas. Bloqueó tras una cortina de supervivencia la existencia de su hijo. No podía soportar pensar en él, especular acerca de qué le estaría pasando. Estaba segura de que la mejor forma de protegerlo y protegerse era no mencionarlo. Sabía que algunos de sus compañeros habían sido torturados en presencia de sus hijos, y varios niños habían sido utilizados para obtener la confesión de sus padres. Era lo que más temía, y no habló con nadie de Simón. Ni siquiera con ella misma.
Muy temprano en la mañana del 26 de julio, Sara y otros detenidos fueron separados del resto. Uno a uno fueron conducidos hasta el baño donde se les permitió lavarse someramente, aunque siempre encapuchados. Les dieron ropa usada, casi harapos, seguramente de otros prisioneros que habían estado en el pozo. Después de muchos días podían cubrirse con algo parecido a una vestimenta. Pasaron varias horas antes de que recibieran la orden de ponerse de pie. Cuando estuvieron colocados en fila les quitaron las vendas y capuchas que fueron inmediatamente sustituidas por esparadrapo en los ojos y la boca. Sara estaba en la fila, como todos los demás. De pronto alguien le bajó la venda de un tirón y la miró durante un momento. Era una mirada cargada de odio e impotencia. Luego, el hombre volvió a colocarle la venda sin decir una palabra. Hizo lo mismo con Margarita Michelini.

Ninguna de las dos olvidaría ese rostro. Terminada la dictadura argentina, en uno de sus viajes a Buenos Aires Sara volvió a ver aquellos ojos, pero ahora en una foto de una publicación de derechos humanos. Se trataba del mayor Otto Paladino, quien en 1976 era jefe de la inteligencia militar argentina (SIDE) y que en esos días estaba siendo indagado por la justicia penal, acusado de participar activamente en la guerra sucia. Sara y Margarita se presentaron ante el tribunal argentino y relataron sus testimonios en el Juicio en su contra.

Esposados a la espalda fueron arrojados como bultos en el piso de un camión. Sobre los cuerpos, apoyadas en las barandas del vehículo, colocaron unas tablas y encima todos los objetos robados que habían acumulado durante los operativos. El vehículo salió de Orletti a gran velocidad y con la sirena abierta.
En el piso del camión los prisioneros no podían comunicarse, apenas rozar otros cuerpos sin nombre, quizá apretar alguna mano anónima tratando de sentir e infundir solidaridad, pero todos compartían la misma inquietud. Tal vez los estuviesen llevando a algún lugar donde serían ejecutados, o a otro centro de detención clandestino. ¿Se estaría concretando el canje por dinero’? Todos ellos habían presenciado los “traslados”, habían visto salir de Orletti vehículos cargados con prisioneros que después eran asesinados. El camión se iba abriendo paso en el tránsito a golpes de sirena. Sara escuchaba la proximidad de los automóviles “normales”, la estridente respiración de la ciudad y sentía enormes deseos de escapar, de atravesar la delgada lona que los separaba del mundo para gritarle lo que estaba sucediendo.
La incertidumbre duró pocos minutos. El cortejo entró a la Base Aérea militar contigua al aeropuerto de Buenos Aires. Cuando todo estuvo pronto los prisioneros fueron bajados del camión e introducidos en un Fairchild de la compañía estatal uruguaya PLUNA. En esos momentos todos los prisioneros intentaban “pescar” elementos que les ayudaran a discernir cuál sería su verdadero destino. A pesar del estrechísimo campo de visión que le habilitaba el esparadrapo colocado a modo de venda sobre los ojos, apenas subió al avión Sara pudo ver sobre un asiento una gorra militar que no dudó en identificar como parte del uniforme castrense uruguayo. Desde el momento del despegue intentó contar los segundos, los minutos que duraba el viaje. Las manos esposadas hacia atrás se le clavaban en la espalda; para evitar el dolor intentaba volcar su cuerpo hacia adelante, pero reiteradamente algún soldado la obligaba a retomar la posición anterior. Así pudo ver más de una vez las mangas de los uniformes de sus guardias, y también pertenecían al ejército uruguayo.
Cuando el avión aterrizó la cuenta de Sara rondaba los 45 minutos, el tiempo de vuelo entre Buenos Aires y Montevideo. El aparato se detuvo al fin de una pista secundaria de la Base N° 1 de la Fuerza Aérea Uruguaya, ubicada junto al Aeropuerto Internacional de Carrasco. El mayor Gavazzo y un oficial al que llamaban “301 “supervisaban personalmente el operativo que se efectuó bajo excepcionales medidas de seguridad. El vuelo no quedó registrado y los escoltas habían sido seleccionados entre los militares que habían participado en los comandos de Buenos Aires. Estaba comenzando el operativo de intoxicación informativa más audaz y complejo que ejecutó la dictadura uruguaya.

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