jueves, 1 de marzo de 2012

GERARDO

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GERARDO
1987. En la semana posterior a la aprobación de la ley de caducidad, los sectores que se oponían a la impunidad iniciaron una campaña de recolección de firmas para derogarla por medio de un referéndum. Desde los Familiares de Detenidos Desaparecidos, Sara participó activamente en la conformación de la Comisión Nacional pro Referéndum que presidirían Elisa Dellepiane de Michelini y Matilde Rodríguez Larreta, viudas de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, los parlamentarios uruguayos asesinados en Buenos Aires en 1976, y María Esther Gatti de Islas, abuela de la niña desaparecida Mariana Zaifaroni Islas, quien representaba al grupo de Familiares. En la convocatoria al pueblo uruguayo para que apoyara la iniciativa se afirmaba: “Pretextando la amenaza de un golpe de Estado se cometió el error de someter la democracia a la tutela de los mismos que hasta hace muy poco se dedicaron a deshacerla. No sabemos en qué plazo ya qué velocidad vamos a ir padeciendo las consecuencias de este error. Sí sabemos cuánto dolor le ocasionará a nuestro pueblo. [41 Hay, pues, dos clases de uruguayos: los impunes, dotados de la razón de la fuerza, y los indefensos, aunque tengan la fuerza de la razón”
También en esos primeros días de 1987 Germán Araújo tomó contacto con Hugo Cores, secretario general del PVP, para fijar un encuentro. Cores, quien ya conocía el extraño episodio de los alrededores del Palacio Legislativo, advirtió a su vez a Raúl y decidieron concurrir ambos a la cita. Allí, Araújo les relató que había recibido información que consideraba veraz sobre un chico que estaría viviendo en Montevideo con familiares de un militar uruguayo que en 1976 y 1977 viajaba a menudo a Buenos Aires. La fecha de la adopción era apenas posterior a la desaparición de Simón, y
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tenía la misma edad. Además, la familia adoptiva había dado versiones contradictorias entre sus parientes y conocidos sobre la procedencia del niño. Araújo era partidario de no informar a Sara hasta que la investigación hubiese aportado más seguridad de que estaban sobre una pista confiable. Raúl. sin embargo, opinó que era necesario enterarla para que ella decidiera qué deseaba hacer. Sara tomó inmediatamente las riendas de la investigación que comenzó con la ayuda de un pequeñísimo grupo de personas. La búsqueda se haría sin mido, intentando preservar al máximo la identidad de los involucrados para evitar innecesarios daños emocionales. Por otra parte, Sara se comprometió públicamente en la batalla para derogar la ley de caducidad.
En febrero culminaba en Argentina el plazo legal estipulado por la llamada “ley de punto final” para que se presentaran ante la justicia denuncias contra militares por violaciones a los derechos humanos. Se libraba allí una verdadera guerra de nervios institucional entre los tribunales militares, que se negaban a juzgar a sus compañeros de armas, y los civiles, que al momento de aprobarse el “punto final”, en noviembre del año anterior, habían
procesado a más de 40 militares, policías y agentes civiles de inteligencia.
El gobierno de Raúl Alfonsín esperaba que al expirar el plazo no hubiese más de medio centenar de encausados, pero sus cálculos fueron avaros: en febrero, la justicia argentina difundía una lista de 250 violadores de derechos humanos que quedaban procesados. A diferencia de lo que sucedía en Uruguay, allí se investigaban las atrocidades cometidas por el terrorismo de Estado durante la dictadura y se difundían públicamente los nombres de los responsables.
La reacción de los militares argentinos llegaría en abril. Unos 80 boinas verdes, excombatientes de las Malvinas, con sus rostros pintados de negro, se amotinaron en Campo de Mayo, a 25 kilómetros de la capital argentina, liderados por el teniente coronel Aldo Rico y apoyados por varias importantes guarniciones del Interior. Exigían, entre otras cosas, la destitución de la jefatura del ejército del general Héctor Ríos Ereñú, acusado de “claudicante”, y el fin de los juicios por “actos de servicio” cumplidos durante la guerra sucia. La población bonaerense reaccionó concentrándose espontáneamente en la Plaza de Mayo en apoyo al presidente Alfonsín. Después de marchas y contramarchas, los amotinados se rindieron, pero resultaron vencedores. No sólo “renunció” el general Ríos, sino que lo siguieron otros 14 generales. En cuanto a los juicios, el gobierno implementó la “ley de obediencia debida” que, de hecho, proclamó la inocencia de la mayor parte de los acusados por las gravísimas violaciones a los derechos humanos. De ahí en adelante el sector ultraderechista de las fuerzas armadas argentinas sería conocido como los “carapintada”, quienes más de un año después, en diciembre de 1988, protagonizarían otra rebelión (el alzamiento de Villa Martel) liderados por el coronel Mohamed Alí Seineldín. Algunos de los cabecillas visibles de esa acción serían procesados y condenados, pero a cambio el movimiento militar obtuvo del presidente argentino Carlos Saúl Menem el indulto general para todos los responsables de la guerra sucia decretado en 1989, que incluía a los integrantes de las Juntas de Comandantes.
En Uruguay, la campaña de recolección de firmas comenzó oficialmente el 22 de febrero; movilizó a miles de personas en todo el país y ocupó el primer plano de la escena política durante todo ese año. Como en los tiempos previos al fin de la dictadura, hombres y mujeres, jóvenes y viejos de todos los partidos mancomunaban su esfuerzo por una causa que, sentían, era más ética que política.

El artículo 4 de la ley de caducidad dejaba expresamente fuera de sus efectos los casos de “personas presuntamente detenidas en operaciones policiales o militares y desaparecidas, así como de menores presuntamente secuestrados en similares condiciones “, y obligaba al Poder Ejecutivo a efectuar las investigaciones consecuentes. El resultado de esa pesquisa debía ser comunicado a los denunciantes, aunque los culpables de los delitos que se probaran quedarían eximidos de responsabilidad penal. La ley no específicaba qué organismo debía investigar En mayo, el presidente Julio María Sanguinetti encomendó la tarea al ministro de Defensa, Juan Vicente Chiarino, quien la efectuaría “con los servicios a su cargo “, según el decreto presidencial. Chiarino designó al coronel Juan Sambucetti, fiscal militar de segundo turno, para que se encargara de cumplir con lo que disponía la ley de caducidad. Sambucetti actuó de inmediato, solicitándole a las organizaciones de derechos humanos toda la información que dispusieran sobre varios casos de desapariciones, y citó a su despacho a las víctimas para interrogarlas. Recién cuando llegaron esas citaciones se hizo pública la vía elegida por Sanguinetti para ejecutar el mandato del artículo 4. Los Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, Ielsur y Serpaj respondieron en una carta al fiscal señalando que los testimonios constaban en cada uno de los expedientes judiciales que se habían sustanciado hasta entonces, así como en la comisión investigadora parlamentaria que había actuado en su momento, documentación que obraba en poder del Supremo Tribunal Militar facilitado por el Ministerio de Defensa. Y agregaban: “(...) el respeto al dolor de los familiares y la comunidad y la digna valoración de la función arbitral que tiene que cumplir el Estado, aconsejaban la elección de un instrumento neutral, que ofreciera garantías de imparcialidad en el cumplimiento de cometidos tan delicados (...). A nadie puede ofrecer garantías de imparcialidad una investigación llevada a cabo por aquellos que dependen de quienes de una u otra manera están comprometidos. A los familiares tampoco les ofrece estas garantías. Por estas razones, por no estar legalmente obligados, y por contar ya el Poder Ejecutivo con toda la información disponible, los familiares no concurrirán a las citaciones que fueran libradas por la Fiscalía Militar”. La labor de Sambucetti fue puramente formal y se limitó a preguntar por escrito a las diferentes reparticiones y servicios de las fuerzas de seguridad que actuaron durante la dictadura si tenían alguna información vinculada con los hechos denunciados. Invariable y previsiblemente, todas negaron tener el más mínimo conocimiento al respecto. Sambucetti informó al ministro de Defensa que nadie sabía nada. Chiarino trasladó las actuaciones al presidente Sanguinetti, quien nada pudo aportar a los familiares de los desaparecidos y de los niños secuestrados. Caso cerrado. Sara reencontraba en la gente el fervor de los años posteriores a su liberación, cuando los vecinos montevideanos se unían para defender derechos sociales como la preservación del ambiente en sus barrios. Pero esta vez se trataba también de su hijo, era su lucha personal, y sentía que gran parte de la sociedad no quería dejarla cargar sola con todo el peso de sus ausencias. Estaba llena de optimismo y vitalidad, sentimientos que se afirmaron aun más cuando supo que estaba embarazada.
Sabía que otro hijo no sustituiría a Simón, pero estaba decidida a no resignar su maternidad. Tenía 43 años y era consciente de que no podía esperar más. Esta era quizá la última oportunidad para ver crecer a un niño suyo; lo deseaba desde sus entrañas. Aún tenía mucho amor para dar. Si su pasado le impedía sentirse completamente libre aun fuera de las rejas, el futuro, al fin, volvía por sus fueros diciendo de la forma más tierna que la vida continúa. Siempre.
El embarazo no le resultó un inconveniente para desarrollar sus actividades habituales, y aun las extraordinarias, que ese año fueron abundantes. La Comisión pro Referéndum decidió recabar muchas más firmas que las necesarias según la Constitución, previendo inconvenientes posteriores, puesto que la Corte Electoral debía constatar, una por una, su validez. Los ministros del organismo podrían ser presionados a fin de que se eliminaran tantas firmas como fuesen necesarias para impedir el referéndum.
Desde su inicio la investigación a partir de la pista obtenida por Araújo aportaba sólidos elementos positivos. Los datos primarios fueron ampliados. Ya se sabía que Zully Morales y Carlos Vázquez, el matrimonio adoptante, habían dado versiones contradictorias entre sus familiares y conocidos sobre el origen de la criatura, a lo que se sumaba el parentesco con un militar (casado con una prima hermana de la madre adoptiva). Los informantes no tenían muchos datos sobre el militar, apenas que entre 1976 y 1977 viajaba con frecuencia a Buenos Aires. Poco después se pudo precisar el grado y el nombre completo: se trataba del coronel Juan Antonio Rodríguez Buratti.
La etapa siguiente fue ponerle una cara al nombre del militar. Sorteando todo tipo de dificultades la fuente logró obtener una fotografía de Rodríguez Buratti, la colocó dentro de un sobre y se la envió a Sara por medio de la cadena de conocidos y amigos que operaba como enlace y protección del informante. Cuando Sara abrió el sobre tuvo que apoyarse en la pared: el de la foto, el coronel Rodríguez Buratti, era el oficial “301”, aquel que Gavazzo señalara en el SID como el responsable de traer a Simón desde Buenos Aires, implicado en las atrocidades y desapariciones de Orletti y en la falsa detención de Shangrilá. Exhibió la fotografía a otros sobrevivientes de Orletti, quienes también lo identificaron, así como a Julio César Barboza, el soldado que estaba dentro del furgón militar en el que los condujeron a Shangrilá para la conferencia de prensa, y que en denuncias ante la justicia ya había individualizado al coronel Rodríguez Buratti como el jefe del Departamento 3 del SID y uno de los responsables de los secuestros perpetrados en Argentina contra ciudadanos uruguayos. Barboza agregó que la tropa le llamaba “Burratti”, por su reconocida torpeza intelectual.
En ese momento encajaron perfectamente en el puzzle que intentaba armar desde hacía años las dos insólitas escenas ocurridas en el SID, una en privado y otra en público, en las que Gavazzo responsabilizara a “301” por la devolución de Simón. Si Gerardo era Simón, en noviembre de 1976, cuando se produjeron esos dos episodios, el niño ya había sido entregado a sus padres adoptivos, y seguramente Gavazzo había discrepado con que la criatura terminara en Montevideo ya que en el futuro podía poner aun más en evidencia la participación de militares uruguayos en las desapariciones de Argentina. Si la supervivencia de una madre a la que se le había robado el hijo ya era para Gavazzo una piedra en el zapato, que el niño fuese entregado en Uruguay iba contra el más elemental criterio de seguridad. Pero todo se explicaba si “301” había asumido personalmente la responsabilidad de la desaparición, y sólo intereses muy fuertes podían haber decidido a Rodríguez Buratti a enfrentar al todopoderoso Gavazzo. La relación entre su esposa y la madre adoptiva de Gerardo era muy estrecha, por lo tanto conocían detalladamente los intentos frustrados de los Vázquez para adoptar un niño; y un pequeño dato obtenido en esas semanas completó el cuadro de las posibles motivaciones de Rodríguez Buratti: quizás una suerte de identificación compasiva lo animó a desafiar cielo y tierra: su mujer estaba embarazada a término cuando los Vázquez recibieron a Gerardo.
A partir de estos indicios fuertes, claros, concretos, Sara fundó una sospecha razonable de que ese joven podía ser Simón. La reacción de la familia adoptiva, que siempre se negó a realizar una prueba de compatibilidad genética, o siquiera a mantener un diálogo franco y directo, y la mediocridad con que la justicia uruguaya abordó este caso impidiendo durante 15 años un desenlace simple y oportuno, alentaron que la sospecha se fuera transformando en convicción. Sara y Mauricio intentaron todo, desde el contacto personal y tranquilizador con los Vázquez, las cartas reflexivas, los encuentros personales con Gerardo, la espera pasiva y hasta la justicia penal. Nada logró destrabar una situación que se cristalizó durante 15 años. Sara creía haber encontrado a Simón. En su corazón la duda ocupaba apenas un pequeño rinconcito, casi invisible. Durante esos años Sara y Raúl se casaron y tuvieron una niña que no logró sobrevivir a una delicada operación que debieron practicarle al nacer, El reclamo judicial para probar si Gerardo Vázquez era Simón tuvo numerosas alternativas, algunas muy positivas, pero siempre impedidas o distorsionadas por un “ánimo” hegemónico en las más altas instancias del Poder Judicial, totalmente compenetradas en este caso con los intereses políticos de los sucesivos gobiernos.
El equívoco duró demasiado tiempo, y provocó daños innecesarios en todos sus actores, a Sara ya Mauricio, como a la familia Vázquez. Por eso, para esta segunda edición se ha sintetizado al máximo la engorrosa y larga peripecia judicial en torno a esta etapa del caso, aunque se han conservado ‘las notas de contextualización con información acerca de los principales hechos vinculados a este tema ocurridos en ese período.
En agosto la comisión investigadora parlamentaria sobre los asesinados de Michelini y Gutiérrez Ruiz, luego de casi dos años de labor; clausuró su actividad sin lograr que concurriera a declarar uno solo de los militares acusados de haber participado en los homicidios. En su balance final, la comisión señaló que el permanente obstruccionismo oficial le impidió alcanzar “ciertas conclusiones más terminantes o que progresara significativamente la investigación emprendida “. Por eso, aunque afirmó que “La coordinación represiva entre los regímenes dictatoriales de Uruguay y Argentina ha sido una triste realidad ampliamente conocida, tanto en el área de intercambio de información como también en el intercambio de detenidos ilegales”, la comisión concluyó que “no (se) ha reunido prueba alguna de participación directa, en los secuestros y homicidios investigados, de personas de nacionalidad oriental “. El Parlamento decidió enviar a la justicia todos los antecedentes sobre el caso reunidos por la comisión. “Un entierro de lujo “, comentaron entonces varios legisladores, y tuvieron razón.
El 17 de diciembre la Comisión Nacional pro Referéndum entregó 630 mil firmas a la Corte Electoral, superando ampliamente las requeridas constitucionalmente para llamar a una consulta popular En el último día del año, en Buenos Aires, el juez Juan Ramos Padilla restituyó a su familia biológica a María Victoria Moyano Artigas, nacida en el “pozo de Banfield” el 25 de agosto de 1978. María Victoria es hija de Alfredo Moyano (argentino) y María Asunción Artigas (uruguaya), ambos secuestrados el 31 de diciembre de 1977 en su domicilio del barrio Berazategui. María Asunción estaba embarazada de cuatro semanas y fue conservada con vida hasta que dio a luz. Pocos días después del nacimiento, María Victoria fue entregada al comisario Oscar Antonio Penna, entonces jefe de la Brigada de Investigaciones de San Justo. El comisario confió la niña a su hermano, Víctor Penna, y a su esposa, María Mauriño, quienes fraguaron un certificado de nacimiento e inscribieron a la niña como propia. Un año después, Víctor Penna falleció. La ubicación y restitución de María Victoria fueron posibles gracias a la investigación de las Abuelas de Plaza de Mayo y a la celeridad con que actuó la justicia argentina.
1988
A fines de 1988 la Corte Electoral, luego de tomarse más de un año para verificar las firmas, anunciaba que unos 35 mil ciudadanos, a quienes citó por nombre
y apellido provocando que el acto de suscribir el referéndum dejara de ser confidencial, debían ratificar sus signaturas, trámite que sería efectuado en una sola jornada y en horario de oficina. Fue la última y vergonzosa chicana para evitar que el pueblo se expresara en las urnas. Durante el proceso de verificación de las firmas la Corte Electoral había incurrido en groseras violaciones de la legalidad anulando firmas de conocidos dirigentes políticos y sindicales, y suspendiendo para ratificación— las de otras muchas conocidas personalidades que habían adherido públicamente a la iniciativa. Por ejemplo, la del general Líber Seregni; presidente del Frente Amplio. La jornada de ratificación de las firmas se cumplió el 17 de diciembre y culminó exitosamente para quienes impugnaban la ley de caducidad con un marco de movilización popular que mantuvo en vilo a toda la población hasta el último minuto de la hora en que se cerraban las mesas receptoras. El número de ratificación de firmas necesario para llamar a un referéndum fue ampliamente superado. La campaña por el voto verde --llamado así por el color de la papeleta que en la votación identificaría a la propuesta de derogar la ley— comenzó casi inmediatamente. Quedaban dos meses escasos para explicar a quienes aún no estaban convencidos las razones por las que era necesario apoyar la iniciativa.

El 16 de abril de 1989 el voto verde fue derrotado con un 42.5 por ciento frente a un 57 por ciento para el voto amarillo, favorable al mantenimiento de la ley. A pesar de que espiritualmente se había preparado para ese resultado, Sara sintió una decepción enorme, que rápidamente dio paso a la bronca y la rebeldía. Ese día se juró a sí misma no detenerse hasta recuperar a su hijo, así tuviese que luchar absolutamente sola el resto de su vida. Poco después, en una entrevista periodística, aludiendo a que muchos de quienes habían votado por mantener en vigencia la ley de caducidad no se atrevían a sostenerlo públicamente, Sara calificó al voto amarillo como “silencioso, antes y después del plebiscito. Ese silencio tiene mucho de vergüenza. Tal vez quieran borrar hasta lo que votaron porque no actuaron de acuerdo a su conciencia, sino por temor. El voto amarillo fue una opción de pérdida, de sacrificio de ciertos valores. Y eso da vergüenza”.

Las elecciones generales de noviembre de 1989 produjeron cambios radicales en el mapa político uruguayo. El nuevo presidente de la República sería el blanco Luis Alberto Lacalle cuyo programa de gobierno prometía eficacia, modernización y privatizaciones de empresas públicas. El Frente Amplio recibía la mejor votación de su historia y obtenía la mayoría relativa en Montevideo. El doctor Tabaré Vázquez, carismático y excelente polemista, sería el primer intendente de izquierda en la capital. El Partido Colorado, por su parte, perdía casi un cuarto de su electorado de 1984.
1990. Con los votos de todos los colorados presentes en sala y la mayoría de los blancos, el Parlamento aprobó las venias para los ascensos de cuatro militares acusados de haber violado los derechos humanos. Ellos eran los coroneles Yelton Bagnasco, Mario Aguerrondo y Raúl Sampedro. El cuarto era el teniente coronel Manuel Cordero, quien participó activamente en las torturas y desapariciones de uruguayos en Buenos Aires, y estuvo presente en el secuestro de Simón y en las negociaciones del SID.
A mediados de año se conocieron revelaciones sobre el caso Elena Quinteros que implicaban al excanciller de la dictadura y entonces senador del Partido Colorado, Juan Carlos Blanco. Según un documento que formaba parte de un expediente hallado ‘fortuitamente” en un rincón del Edificio Libertad, sede de la Presidencia de la República, la cancillería de la época había evaluado las “ventajas” y “desventajas” de acceder al requerimiento del Ministerio de Relaciones Exteriores venezolano, que exigía se le entregara a la mujer (Elena) que en 1976 había sido secuestrada de los jardines de su embajada en Montevideo por agentes del gobierno uruguayo. El documento, que probaba la responsabilidad de la inteligencia uruguaya en el episodio, ,aparecía dirigido a Blanco y había sido elaborado por el funcionario Alvaro Álvarez, entonces encargado de Asuntos Políticos del Ministerio y a la sazón embajador uruguayo en Gabón, quien reconoció su autoría. El acusado excanciller solicitó la integración en el Senado de una comisión investigadora. Algunos meses después, la comisión elevó al plenario de la Cámara cuatro informes deferentes. Dos de ellos, el de Germán Araújo del Frente Amplio y el de Carlos Cassina del Partido por el Gobierno del Pueblo, reclamaban con matices una condena concreta y el envío de los antecedentes a la justicia penal. La mayoría del Senado (17 votos en 30), sin embargo, y a pesar de todas las pruebas acumuladas, decidió que no había mérito para condenar a Juan Carlos Blanco, y también rechazó la intervención de la justicia. Asunto archivado.

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